miércoles, 23 de febrero de 2011

Olivia.

A mitad del brindis, Olivia hizo la fatídica promesa. Ese año bajaría la mitad de su peso sin hacerse la liposucción. Los que estábamos en la cena de Año Nuevo nos reímos por la ocurrencia, pero al final nos enseñó su barriga peluda y la risa se transformó en vómito. A pesar de eso, algunos pudimos comer. Los primeros minutos de aquel año vimos con asombro como Olivia se alimentaba tan sólo de vino tinto, galletitas de pasta y ensalada de manzana. Creo que hasta Federico, de tres meses, comió más que ella.

Al día siguiente, en el recalentado, entre primos hicimos una apuesta. El bote principal de setecientos pesos y unas donas Bimbo, era que no bajaría nada o muy poco. El bote lateral uno, de quinientos pesos, doce clínex y unos boletos para el Circo Atayde, era para los que decían que iba a subir de peso. El bote lateral dos, tres, cuatro, cinco y seis aportaba diferentes versiones de un desastre alimenticio. El quinto era mi favorito: Olivia acabaría por inyectarse hormonas masculinas y participaría en el Hombre más Fuerte del Mundo, y ganaría. En total, había en juego tres mil novecientos pesos, cinco productos Bimbo, los clínex, el boleto al circo, un PSP, un disco de música clásica y las escrituras de un departamento. Obviamente, cada quien hizo lo posible por ganar su parte.

Arturo intentó hacerla caer de nuevo en su adicción a los tamales. Dios sabe cómo, acabó con uno metido por donde no le pega el sol y la advertencia de Olivia de que a la próxima le iría peor. Óscar le consiguió las hormonas masculinas y logró engañarla diciéndole que eran inyecciones para calmar el hambre. A las tres semanas, una Olivia más peluda de lo habitual le hizo una desnucadora que lo dejó en cama dos meses. Desde entonces, nadie se atrevió a jugar tan drásticamente.

Siempre hubo quien le ofrecía un pastelito o algo así. No faltó quien le invitara a los taquitos de la esquina. Yo mismo le preparé medio kilo de chicharrón en salsa verde y me emocioné mucho cuando lo olfateó. Comió medio plato. El resto me lo dejó a mí, y yo tuve que dárselo a los vecinos, pues soy vegetariano. Al final, acabamos por rendirnos. Cuatro meses habían pasado y Olivia tenía la misma firmeza de carácter, fuerza de voluntad y ánimos que al los primeros segundos del año. Desde luego, tenía kilos de menos.

Cinco meses después de las apuestas, tenía 103. 34 kilogramos menos. Estaba a 216 gramos de su meta. Se quitó los zapatos y se volvió a pesar, a la vista de todos, en el cumpleaños del abuelo. Lo había conseguido. Todas las apuestas, se las llevó Mariana, la única que había apostado a favor de Olivia. Nos compró regalos a todos, como para humillarnos más. Olivia puso de su dinero y nos compró más cosas. Hicieron llorar a Óscar. Hicieron que Fernanda se mudara a Escocia. Me alegraron el mes con mis figuras de Star Wars. Nos dejaron con la boca cerrada.

Al séptimo mes, empecé a lamentar que Olivia fuera mi prima. Megan Fox era un escupitajo a su lado. Todo ese septiembre y parte de octubre, anduvo de fiesta en fiesta, teniendo un muy buen Grito (no precisamente de Dolores) y aún se daba el lujo de rechazar a cuanto pretendiente se le ponía en frente. A mediados de octubre, salí al extranjero y no supe nada de ella, en parte porque no había medios de comunicación en la Selva Negra y en parte porque no quería imaginarme cosas extrañas con ella. Regresé a casa en Navidad y durante la cena, noté la ausencia de Olivia. Supuse que estaba con su otra familia, así que no me importó. No fue sino hasta la sobremesa, cuando Arturo lanzó la bomba:

—¿Supiste lo que le pasó a Olivia?

Me asustó el tono de su voz. Era como si hubiera anunciado su muerte en una emboscada del narcotráfico, o como si hubiese sido sometida a un tormento cruel y doloroso. La verdad resultó ser más espantosa. Para principios de noviembre, dejó de salir de su casa. La tía Simplicia, había alegado algo de varicela, viruela, rubeola o cólera. Cerca de diciembre, Arturo había entrado a la casa, para recoger el pastel de Navidad y no encontró a Olivia. A la tía le dio un ataque de nervios y luego estalló en lágrimas de tal modo, que los vecinos pensaron que el primo la andaba crucificando. Tras ocho horas de consuelos infructuosos, Arturo reventó una maceta en la cabeza de la tía Simplicia y cayó desmayada. En el hospital, al fin, contó lo ocurrido.

Olivia había adelgazado tanto, que empezó a sentirse más ligera. Literalmente. El tres de noviembre, había dado un brinco juguetón cerca de su madre y lentamente, como globo con helio, se había elevado hasta el techo. El susto les duró una hora, y lo explicaron con una complicada coincidencia de sucesos entre los gases de la cocina, los gases de Olivia y una prodigiosa ráfaga de aire que entró por la ventana. Luego, Olivia salió con sus amigas, pero regresó media más tarde. Se metió a su recámara sin decir nada y a media noche, la tía la escuchó llorar. La pobre Olivia había querido correr y había volado mejor que Superman… Hasta que se encontró con el árbol. Esa noche, la tía le sugirió ganar peso. Olivia no le hizo caso.

A mediados de mes, la alarma fue mayor. Olivia empezaba a perder más peso, pero de la forma más extraña que hubiera podido imaginar. Mantenía su figura ideal, pero algo pasó en ella que empezó a transparentarse. Decían que se veía a través de ella. En la cama, recostada y temblando de miedo, uno podía distinguir a Olivia, como un fantasma, y debajo de ella, los colores rosa y azul de su colchón. Para cuando quiso comer de más, era demasiado tarde.

El catorce de diciembre, la tía Simplicia acudió a un grito de la prima. Sólo alcanzó a ver cómo Olivia se escurría hacia el suelo, vencida por su transparencia macabra, traspasaba la cama y el suelo para luego intentar impulsarse como si volara. Pero ya nada la sostenía en lo sólido. Incapaz de mantener en tierra firma, Olivia terminó por hundirse para siempre en los abismos de lo desconocido. Deseando por primera vez en su vida, pesar 206.556 kilogramos y aprender a no odiar, lo que la mantenía entre nosotros.

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