jueves, 13 de octubre de 2011

Carta de Däsderf a Elwing [Segunda edición]

7 de Dráonat, 3419 DCT




Miladi, Elwing:

Disculpad que os escriba de esta manera, pero, ¡por Eruh!, no encuentro otra forma de expresaros lo que quiero deciros. Ahora mismo, en esta noche lluviosa, bajo la débil luz de una vela solitaria, las ideas me confunden y no dejan que la pluma se deslice fluida en este pergamino viejo. Dos horas hace que intento comenzar la carta, y me tomará otras tantas terminarla. Es mucho lo que quiero decir y temo que mis palabras no sean las correctas, no sean dignas de vos.

¿Recordáis aquel día, hace poco más de tres meses, día del Baile de Año Nuevo en el Castillo Dorado? Llegué al trono de mala gana, lo admito, siguiendo ese absurdo protocolo, deseando que todo terminara. Vuestro padrastro, el rey Gregager, me trató como un igual, estrechamos la mano como viejos amigos y luego, me invitó a compartir con él los alimentos, al llegar la hora de la cena. Yo le dije que sí como siempre, sometiéndome al protocolo, sabedor de que a un rey (y en especial a éste) no se le puede negar nada

Fue entonces cuando desvié mi mirada, Elwing, y os vi en ese trono, sentada cual diosa en su aposento de nubes iluminadas, sin esbozar esa sonrisa falsa que tantas veces nos hemos obligado a regalar, sin esa expresión de fastidio que ningún noble puede ocultar tras tres horas de permanecer estático en el trono. Y lo que hice, princesa, lo que después hice, lo hice sin querer. Fue de manera inconsciente, como si una fuerza superior a mí me obligara, como si ya no fuese dueño de mis acciones, como si hubieseis tomado mis sentidos con tan solo posar vuestros hermosos ojos sobre mí.

Me incliné hacia vos con una reverencia que no estaba en el protocolo, con una sinceridad que aplastó mis ideales: los de no atarme al Castillo Dorado. Sonreísteis, Elwing, por vez primera, con esa sonrisa auténtica y diáfana que siempre habéis tenido. Inclinasteis la cabeza, también por vez primera, de forma incondicional olvidando también que las reverencias auténticas no figuran en el protocolo. Sonreí yo también, sonreí sin saber porqué. Y me obligué a pasar a la sala contigua, sin saber porqué quería seguir sonriendo, sin saber porqué os estaba entronizando muy por encima de aquel Emperador, mal hijo de Veyena, sin saber porqué no me estaba arrepintiendo de asistir al Baile, cuando yo sabía que estaba ahí por el interés egoísta y no para sonreíros, para entronizaros, para inclinarme a vos.

Nos sentamos a la mesa, rodeados de gente importante, de los nobles. Estabais a la izquierda del rey, de nuevo sonriendo auténticamente, tal vez también sin saber porqué. Fue cuando el rey nos presentó, al fin, y titubeasteis al pronunciar vuestro nombre, lo que ocasionó risas en la mesa. Y los odié, Elwing, los odié porque se burlaban, los odié porque imaginé que ellos no tenían apellidos tan bellos como el vuestro. Y conversamos, por que yo estaba frente a vos y, sin saber porqué, me sentía privilegiado. Hablamos, princesa, y bien pudieron caer las estrellas, apagádose el sol y la luna y sin embargo yo hubiese seguido conversando con vos, ajeno al mundo de afuera, sólo mirando vuestra mirada, admirando vuestra inteligencia, deseando que aquello no fuese un sueño, que fuese real.

La orquesta comenzó a tocar y los nobles (siguiendo el protocolo, por cierto), con sus parejas, se levantaron risueños a participar de la danza. Pero no os levantasteis, no nos levantamos. Nos mantuvimos ajenos a la algarabía de las parejas enamoradas que en un abrazo danzarín, se movían al compás de los violines, de la pianola, de los contrabajos, de la flauta. Pasaron así tres piezas, en los que ni nada ni nadie pudo distraerme de vuestros labios tentadoramente jugosos, de vuestras palabras tan perfectamente armonizadas, hasta que se acercó aquel soldado rubio, que luego me enteré se llamaba Yohaha, y te invitó, miladi, te invitó a que lo acompañarais en aquella pieza. Bajé la cabeza, avergonzado. Apenado de no haber sido yo el que os invitara a bailar, apenado de que él fuese un general, y yo, ni a capitán llegaba; avergonzado del contraste de sus dorados cabellos ondulados, con el negro opaco de mi cabellera rebelde. Estaba furioso conmigo mismo de que empezarais a importarme, a mí, a Däsderf, el que se prometió a sí mismo que nadie ni nada le ataría de algún modo a tu hogar, al castillo. Por que me ataba a vos, sin querer, pero gustoso; me ataba a vos, deseando ser la razón misma de vuestra sonrisa, confundido por los suspiros que lanzaba mi corazón recién despertado.

Pero lo rechazasteis, princesa, rechazasteis su invitación y él se alejó sonriendo con aquella ridícula sonrisa falsa que él tanto practica y usa. Esperasteis a que se fuera, y luego os volvisteis hacia mí, me sonreísteis, tomasteis mi mano y me invitasteis a bailar contigo, tú con tu verde vestido de seda, yo con mi ligera armadura de plata. Y me negué, sin saber porqué, pues mi corazón me suplicaba en desesperados gritos el bailar con vos bajo las estrellas, entre nubes de terciopelo, acompañados por música celestial, digna de vos. En vez de eso, os llamé presumida, incapaz de pronunciar bien vuestro nombre y vos, que risa me da ahora, golpeasteis mi cabeza con tu copa de vino y yo exageré el golpe, y os asustasteis, y al cabo de un rato danzábamos entre aquellos ridículos nobles uniformados y de aquellas damas espolvoreadas con exceso de maquillaje, solos vos y yo, auténticos en ese mar de hipocresía que es la corte.

Y fue por ese Baile, bendito día, por el que mi vida empezó verdaderamente a nacer. Fue por ese día por el que mi sonrisa ahora siempre es sincera, por el que ahora mis pensamientos vuelan hacia vos constantes, por el que ahora escribo hasta la madrugada estas letras y muchas otras que no he tenido el valor de enviaros. ¿Cómo olvidar aquel día en el que dejé la puerta abierta de la puerta del dormitorio donde me alojasteis y entrasteis vestida de blanco, y entonces nos sentamos en el alféizar de la ventana y juntos, abrazados, miramos las estrellas hasta el amanecer? ¿Cómo olvidar aquel viaje al lago Lotsis, cuando jugamos en su orilla, mojándonos los pies descalzos, dejando que el césped acariciara nuestros pasos ligeros? ¿Cómo olvidar aquella tarde, en la torre más alta del castillo, donde los dos, temerosos de nuestros sentimientos, hablamos de nuestro amor sin declarárnoslo?

Os amo, Elwing. Ahora no tengo miedo ni duda. Ya no importa mi juramento egoísta, ni ningún interés superfluo. Os amo princesa, os amo Elwing querida. Desde las profundidades de la tierra misma, hasta la última estrella que lanza sus guiños a lo infinito. Desde la casa de Um y sus sirvientes, hasta la cúspide de los cantos, donde la esencia más Eruh rige el Universo. Que Elwa, vuestra diosa, vuestro nombre, sea testigo de mi sentimiento, el cual ofrezco a quien su belleza es igual a la vuestra.

Y es por eso que os invito, princesa, vos y yo, aquí, a los jardines de Tul-Dárdados, rogándoos me perdonéis por no encontrar algo más digno de vos. Responded pronto, os ruego, dulcísima flor, por que aquí desde el oscuro cuarto, no alcanzo a encontrar sosiego: es por eso que susurro vuestro nombre a mi almohada, esperando que me ayude a soñar con vuestra figura.

Vuestro, Däsderf.



Ayrato, Fogorë, Fasdéë

miércoles, 5 de octubre de 2011

El jedi o de la Madre

JEDI, SÓCRATES.

-¡Sócrates! ¡Por Zeus, me has espantando! Ya te hacía muerto desde hace... bastante tiempo.

-Nada de eso, me dijo, ya lo dijo una vez un sabio. "No andaba muerto, andaba de parranda"

-Me congratula eso, pues en verdad que hacen faltas mente como la tuya.

-¿Cómo? ¿Los atenienses continúan de impíos, absorbidos en su totalidad por la pereza y la insania?

-Que atenienses ni qué Platón en calzones, Sócrates. Es el mundo entero el impío, al que han abandonado los dioses a su suerte. Pocos son los virtuosos y no muchos suelen ser totalmente honestos. Justo me decía mi madre...

-¡Ah, pero tienes madre!

-Claro que si, Sócrates. Todos tienen una.

-¿Y es tuya?

-Mía y de mis hermanos, sí.

-¡Y qué! ¿No llamas también madre a tu patria?

-Por Dios, Sócrates, no me vengas ahora con tus diálogos que ya tuve suficiente chutándome el ladrillo que escribió Platón sobre ti.

-Mi querido amigo, es necesario observar si en verdad es madre quien dices te dijo eso y, por lo tanto, si es de fiar su palabra, ¿pues a qué madre debes confiarle tu alma? ¿A la que alimentó tu cuerpo o a la que alimentó tu alma? ¿No es a la segunda, eso responderías?

-¡Pero qué demonios tiene que ver mi madre en esto, por Zeus!

-Ella es la causante de tu discernimiento.

-No, claro que no.

-¿No es, la madre Patria, la alma máter quien te educa, te forma y te hace que juzgues así tu entorno?

-¿Desde cuando hablas latín?

-¿Qué?

-¿Qué no eras griego, heleno, ateniense?

-Sí, lo soy. Nunca dejé de serlo ya te lo he dicho: "No andaba muerto--"

-Ajá, sí, andabas de parranda.

-Así es.

-Perfectamente.

-Bien.

-Bien... ¿qué, ora no tienes nada que decir? ¿No quieres reventarme las bolas con tus preguntitas?

-¿Quién, yo? No, no, no. Ya dijiste que querías ser ignorante.

-Otra vez la burra al trigo.

-¿Burra?

-Ajá, sí, bueno...

-Ya, está bien.

-Sí.

-Bien.

-¿Qué, vamos al fútbol?

-¡En sábado, por Zeus, que idea más santa!

-Lo sé, vamos.

-Vamos.

Lee a Platón.

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