Ahí está, otra vez, la futbolística herida que resuena en las paredes de lo ridículo, de lo inverosímil, de lo injusto, de lo amargo. Seis son los caminos al infierno; México, atado a su deporte favorito, los conoce de memoria. Bastaron cinco minutos para que los fantasmas regresaran, sarcásticos e impunes, a recordarnos que somos el país de las mil derrotas. Jugamos como nunca, también perdimos como nunca, pues la película ya vista tiene otros matices, otras formas de asombrar y ensartar, quién sabe cómo, una estocada al ánimo hinchado por las televisoras y, sin embargo, tan acogido y necesario para un país que le gusta revolcarse en su propia podredumbre.
Celebramos con violenta exageración triunfos en
la columna de la Victoria,
el Ángel que no es ángel y que se ha cansado de mirar hacia la vieja
Tenochtitlan, cansado de ver cómo cae, cómo marcha, cómo grita, cómo ofende y
cómo pierde. Corona los triunfos, llora las derrotas, abraza las
inconformidades, juega solitaria un ajedrez rebelde que se olvida de sí mismo
en los momentos más pequeños, los que importan. Todo, absolutamente todo se
justifica. Ella es al arquetipo que conocemos tan sólo de oídas y por eso
queremos encontrarla en el futbol, estandarte de muchos, refugio de no menos,
tema de todos.
Por eso la derrota contra una Naranja
amordazada ofende y lastima: México tiene poquísimos ejemplos de triunfo,
escasas oportunidades de mostrar su vitrina y descubrir en ella algo más que
vagas y doradas olímpicas preseas, algo más que copas pequeñitas, algo más que
los laureles sangrientos de derrotas dignas. La única victoria verdadera
ocurrió un cinco de mayo y por eso se marca en los calendarios como si hubiera
sido la que expulsó por siempre a Napoleón de tierras americanas. La Independencia fue un
acuerdo de conveniencias, la
Guerra de Reforma un golpe de mexicanos a mexicanos, la Revolución una confusa
escalera corrupta de lucha por el poder. A Maximiliano se le derrotó hasta que
el último soldado francés se hubiese embarcado rumbo a su patria violentada por
la feroz Prusia. Fueron victorias insípidas, vacías, tristes. Y cuando las victorias sutiles engalanan nuestro orgullo, las dejamos pasar por irrelevantes, porque no logran unir a todo un pueblo y las empañamos de nuestra miseria, de nuestros errores, de nuestras amaruguras que adoramos enumerar.
Colocamos entonces la derrota digna como
nuestro mejor retrato y por eso los once guerreros que le escupieron a Holanda
en el rostro cayeron con el suyo al sol. Por eso Chapultepec es el escenario
más digno de la nefasta guerra contra los Estados Unidos, por eso por los
siglos de los siglos el pueblo azteca se cubre de gloria en su desesperada
defensa de una ciudad intoxicada de viruela y suciedad. La risa siempre será
indigna ante el llanto heroico, romántico y muchas veces rabioso que espera
nuevos aires, nuevos soles. Hemos bebido demasiada esperanza. Hemos olvidado
qué sigue después.
***
A la sombra de la tríada de elementos que
identifican a la mayoría de los mexicanos —la bandera, la Selección y la Virgen de Guadalupe—, los
pseudointelectuales se congratulan. Tan románticos como quienes creyeron en los
Cuartos de Final, insertan sus ideales caducos, tan parecidos en sustancia a
los que ofenden que, naturalmente, los creen únicos y mejores. Ellos
despreciaron a las masas que se tomaron un par de horas de felicidad pura en
torno a un monumento que, pensándolo bien, duele. Ellos recalcan la miseria, la
derrota, la mierda en que flotamos y hunden, restriegan con placer en la cara
del despreocupado, los huesos que, bajo sus palabras, antes fueron jugosa
carne. Defensores del pueblo, desprecian al pueblo que festeja; parte del
pueblo, se aíslan en libros extranjeros cuando rueda el balón. “Si Zapata
viviera…”, entonan, e insertan pendejada y media a la prostituidísima imagen
del morelense. El México que dicen conocer, el auténtico, no es más cercano al
que otros, en las cúpulas del poder, se imaginan. No lo saben, pero nadie,
nadie conoce al pueblo. Nadie es tan total.
***
Posiblemente la lluvia triste definió muy bien
el ánimo del mexicano deportista. Qué importa, es un juego. Hay que demostrarle
a México que sí se pueden romper las barreras, la mentalidad. Hay que
demostrarle al mundo lo que somos. Las frases se disuelven en lágrimas, en impotencia,
en gobernantes que son tan sólo el
reflejo de lo que somos. No hay más. Esto somos. Somos el águila que cae.
Somos el Anáhuac derrotado —digno, pero derrotado. Somos las columnas blancas
que presumen la derrota en el Cerro del Chapulín. Somos la Nación derrotada por el
candidato victorioso, por el ex-candidato derrotado. Somos el peón que se
contenta con bloquear al otro, pretendiendo que sea la Dama del petate, el Rey del
tablero universal, el Caballero de traje y cetro, quienes nos liberen del muro
que décadas de pesimismo propio han vomitado frente a nosotros. Qué fácil es el
camino fácil. Qué fácil es, simplemente, cerrar los ojos y dejarse llevar. Ya
ni vender cara la derrota. Que eso lo hagan otros. Ya besaremos sus pies y, con
suerte, estaremos en su barco.
Somos el país de las mil derrotas.
Sí, llora, llora Patria ceñida de oliva. Pero
no tan sólo llores la sexta versión de una ilusión mal encaminada, no. Llora
porque, y tú muy bien lo sabes, la derrota es reflejo del corazón mexicano.
Llora porque Dios nos olvidó desde que el Quinto Sol pereció a los pies de
Cortés. Llora, llora porque, si somos esto, no es culpa de otros, ni culpa que
sane con el sacrificio a los antiguos dioses. Llora, llora porque deshonramos
los valores que antes fueron frescos y hoy nos venden como leche agria, como un
remedo de tiempos estúpidos. Llora, llora Patria mía. Llora porque no sabes.
Llora porque —y esto sí lo sabes—, si tus hijos siguen siendo esclavos de sí
mismos y no los soldados, casi espirituales, que el Cielo te dio, tu Himno será
tan sólo un eco de buenos deseos. Una borrosa imagen. Nada más.