- Proemio
- Vegetales literatus (traurig und
krank Klub)
- El aparente montón de ausentes
- Apellido
- “Laalavat jouset”
- El futuro es lo que nunca será
- “It’s over Anakin! I have the high ground”
Proemio
Desear bienaventuranza es fácil, bastan algunas
palabras por aquí y por allá, una imagen chula y dos o tres adjetivos cursis.
Si va rimado, hasta tildan de poeta al ingenioso espécimen que los compuso,
aunque ahí exista tanta o menos poesía como en una canción de duranguense.
Además, y como ya expuse en violento asunto navideño, es fácil caer en la
felicitación por compromiso, la que se resume en una vulgar tarjeta. Las
tarjetas que se venden en las tiendas son las bulas de la falsedad: algo apenas
menos doloroso que la indeferencia.
Yo por eso, y como sabrán unas pocas personas
que potencialmente me estarán leyendo (dos), cuando de tomar la pluma se trata
(o el teclado, triste realidad tan poco romántica) no reparo en gastos de tinta
o golpes de teclado. Pésima costumbre, hago de un feliz cumpleaños un ensayo
sobre la poesía personificada o de un consejo de doctora corazón una tesis
sobre la patológica necedad de evitar lo indeseable. Lo mínimo nunca es
suficiente y, de hecho, lo suficiente siempre me es mínimo; me detengo a la
tercera o cuarta cuartilla porque intento ponerme del otro lado: quizá no
disfruta tanto la lectura como yo la escritura.
Hecha la advertencia, son libres de dejar ya de
leer, aunque ni siquiera se enteren de qué va esto o si su nombre
(necesariamente oculto por una metáfora que, espero, les sea medianamente
reconocible) está dentro del montón bueno, del montón malo o los finos trazos
que vinieron a bien (o mal) embarrar su presencia sobre mi persona en este año
que se acaba. Es un ejercicio doble: agradezco la vuesa inferencia y hago
examen (más o menos superficial) de mí mismo a lo largo del dos mil catorce
que, gracias a Tezcatlipoca, se acaba.
Porque sí, llegó el instante en que quiero que
se acabe. Los ejes sobre los cuales giré este año fueron dos: el amor y mi
futuro profesional. Lindos ejes, para los que los tienen bien alineados. Yo,
que los tengo tan derechos como las leyes en este país (léase desde cualquier
nacionalidad, todos se quejan de todo desde Mozambique hasta Noruega), dividí
alegrías y penas durante el año como quien divide la cosecha buena de la mala
en una temporada de la chingada. Diciembre, mi mes favorito, se juntó con
enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto y un pedacito de
septiembre como la cizaña. Ya veo la Pepinita de nombre impronunciable mofándose de mi
amargura. Decimonónicos estamos. Tres a nueve, el récord de este año. Temporada
perdedora.
Vegetales literatus (traurig und krank
Klub)
Esperen, prácticamente toda la Pepiniza , gente literata,
que lee más en un mes que el ochenta por ciento de ustedes en un año, se
burlaría de mi amargura. Y quizá deba empezar por ahí, por la Pepiniza , ya que los
mencioné. Los Pepinos son una cosa muy rara. Para empezar, juran con reunirse
en vacaciones y en vacaciones se esfuman, como el Chapo tras su fuga. Sin
embargo, no es reflejo de hipocresía. Los Pepinos pueden ser políticamente
correctos, pero hasta donde los conozco, nunca serán falsos; prudentes, no le
despepitan la madre al primero que pasa, pero de cuando en cuando sacan el
cobre. LOL, como dice la chaviza. Ejemplo: las onomatopeyas de fastidio cuando
la chica insoportable, que estudia ópera en Viena o casi, hace comentario estúpido (cosa que pasa muy a
menudo); los resoplidos son harto audibles.
A pesar entonces del natural y hasta esperado
esparcimiento que hemos tenido, en nosotros florece el amor y el cariño. Dicen.
Amigos por siempre, bien Gudi y Boslaiyír. Los Pepinos tenemos algo muy malo (o
muy bueno) nos soportamos pocas veces a la semana. En realidad, hablamos muy
poco de cosas serias, salvo casos especiales. Uno de ellos es atender las
existenciales penurias del fanático de Star
Wars. Este año, también, recomendamos prudencia a la Pepinita que tuvo chisme
con el Hendiduras. Cada quien tuvo su momento serio con uno u otro, atendiendo
las metáforas dolorosas de pena y dolor. Otra cosa seria: lanzar caca al
profesorado. Manga de malcriados.
En general, coincidimos en todo, menos en
política. No: menos en las formas de tratarla. Anti-copetones todos, unos van
por acá y otros por allá; los paros dieron mucho de qué hablar y entre que sí y
entre que no, al final del día aceptábamos de buena gana que el prójimo fuese
más o menos chairo que nosotros. Creo. Espero que nadie se haya quedado con
ganas de matar al otro por decir que los paristas no tenían ni puta idea de lo
que hacían. Apéndice: ahora que siento que el asunto de Ayotzinapa
(ridículamente reducido a Ayotzi, como nombre de mascota) se salió de toda
lógica y sentido medianamente aceptable, hemos callado todos. Navidades. Poco
importa eso ahora, agradezco a ellos (ellas, por mayoría) por estar ahí, en más
de una ocasión para temas que me herían. Gracias por un año más Pepinillos del
Noveno Círculo. Mucha lectura, poco análisis. Mucha lateral, poca glotal. Mucho
amor, poco miedo.
El aparente montón de ausentes
Ya que hablé de mis heridas, digamos lo que
son. Son frescas, quizá adrede extendidas: monumentos a la derrota. Su
tratamiento (entiéndase, su voluptuosa exposición), se limita al círculo de los
cercanos. Mis cercanos se cuentan con los dedos. De ambas manos, creo. Si
queremos tocar temas finos, podemos quitar una manita. Catorce mil weyes quedan
fuera: los que no son, y al mismo tiempo sí. Explico.
Hablaré primero de mi cualidad menos
afortunada: ser invisible. He de ser franco, desechaba las amistades fácilmente
y me era difícil de hacerme de nuevas; subía en un pedestal los requerimientos
(¿o me subía yo?) para extender la mano amiga y, ante la ausencia o falla, la
retiraba. Eso sí, en el ínterin no había nadie más leal que yo, modestia
aparte. De hecho, mi lealtad es inmutable, que no atienda con la misma
intensidad es otra cosa. No sé si eso de las lealtades haya sido conflictivo
alguna vez, que dos amiguitos se hayan sacado el moco a trompadas y ambos
hubiesen seguido amistados conmigo. Creo que no.
Hablo en pasado. No porque ahora me haga de
amigos a mansalva, los retenga a todos y los traicione, no. La verdad es que
hago pocos amigos, es casi un gusto nocivo por la soledad. Sin embargo, desde
no hace mucho, me prometí ser menos… yo. No ha servido de nada aún, pero las
razones de este análisis escapan al espacio de este texto, de por sí extenso.
Los amigos de la infancia, pues, se perdieron poco a poco: hoy me pudro felizmente
en mi soledad. Extensa, gloriosa soledad que me come. Este año me enseñó a que
no debo despreciar mi soledad, sólo debo buscar… otras que la complementen.
Realmente me di cuenta de eso hace poco, así que por el momento no hay mucho
que añadir a esto.
Es raro agradecer, entonces, a los que no
están. A los que, por una u otra razón, no son íntimos, no son tan compatibles.
Es raro, extrañísimo agradecer a quienes me permiten seleccionar mi soledad,
personas que están ahí y que son vitales porque me chasquean los dedos para no
dormir demasiado: personas que son como un filtro que especifica mi soledad.
Verlos de fuera es una suerte de bendición. Pueden ustedes pasar de lado (no
importa, soy invisible) pero en cuanto tengan alguna necesidad, estaré para ustedes.
Incondicional y fielmente. Yo no los molestaré.
No hay desdén en este raro catálogo. Si hubiese
desdén, ni me preocuparía en mencionarlos. Es sencillamente la definición del
amigo que no es como la mugre de nuestra uña. Pero esa palabra “amigo”, que en
ocasiones tomamos a la ligera y otras no, tiene peso importante. Ese extraño
que es más que conocido, menos que íntimo.
Apellido
Extrañezas también las de este año con respecto
a la familia. Se olía, creo, desde finales del veinte trece, pero como que se
asentó este año. La familia de estroto lado se quedó igual. Pinche primo mamón,
por ejemplo. En la de aqueste lado, donde no he sido así que digan la estrella
del chou, sentí una simpática unión que no había percibido nunca. Quizá es sólo
una coincidencia. Lo cierto es que, al ser el penúltimo nieto (de doce), yo no
tenía mucho chiste. Quizá las cosas gravitaban ya muy cómodas y los dos
apéndices (mi hermana y yo), no alborotamos mucho el gallinero. Por eso, de
pronto adquirir un papel más o menos más relevante, salta a la vista.
Todo fue antes del desaguisado, del que no les
cuento porque no les importa (a menos que seas primo, entonces sí). Las
afamadas noches de fritanga y tequila, (que después pasaron al póker por
influjo de los más chicos: mi hermana y yo, par de viciosos de Satanás) marcan
un sentido de más pertenencia, pues caen en nombres definidos. No se trata de
dos frentes preparados para la guerra, se trata de una evolución natural y
obvia que no traiciona la sangre, pero sí la selecciona. Esas dos líneas, si
existen en verdad, se seguirán queriendo como siempre, tan sólo se acomodaron.
Creo. Es mi percepción.
Los Saturday
Night Tequipóker, empiezan a tomar lo que cuando seamos rucos se llamará
tradición, recuerdos, añoranzas, experiencias, “te acuerdas de…”. Risa fácil,
ambiente sano, con todo y el par de botellas de tequila por reunión. Todavía no
nos partimos la madre a puño limpio, por ejemplo. Ni siquiera apostamos dinero
de verdad. Confunden aún qué mano le gana a qué mano, nadie sabe jugar en serio
dominó, las damas chinas son una mentada de madre donde escupimos improperios a
quien nos bloquea el camino y todavía no jugamos Scrabble, donde sospecho que saldría ganando (una vez, en otra
noche que no era de tequipóker, me batearon un verbo con el pronombre –le de
objeto directo, y aún así les quebré el léxico en semas).
Agradezco las noches de alcoholes, fritangas “de
pueblo”, chelas, Superboules, tequilas, #CucoStyle. Algo tiene el Texas Hold’em que causa furor. Y, como a
todos nos va mal en el amor, ganamos siempre. Hell yeah. Gracias por eso.
“Laalavat jouset”
Inevitablemente mencioné la palabra: amor.
Quien no me conociera, al poco se daría cuenta de que es el eje principal de mi
vida. Valiendo madre. Obsesión de chiquillo: papá y mamá, la historia de
siempre. Me prometí, entonces, buscar el amor verdadero, no chingaderas. Adopté
un sistema radical, que me azota con látigo ponzoñoso a cada mínima
oportunidad. Por eso salí romántico (léase, nota de siempre en mis escritos,
decimonónico). Antes de desarrollar este eje (el segundo se resume en una
palabra: fracaso) que también acabó mal, quiero agradecer a mi amiga la Comadre.
Todos saben que se me da mejor escribir que
hablar, hablando soy muy bobo. A Comadre la pongo aparte porque, aunque otros
me escucharon, ella se chutó la tesis sobre la patología aquella dicha más
arriba y yo me chuté otra suya sobre el contrabandista de Corellia (yep,
necesitan ser fanáticos de Star Wars para
hallarle a la mención). Comadrita, gracias. Espero redactarle tesis, pero de
cosas alegres; espero lo mismo de usted. Escucharle también es grato. Es como
si, luego de la batalla, dos guerreros fuesen a la taberna para brindar por las
derrotas. Anima.
Gran comadre, la Comadre. Uno entiende porqué de
pronto se le juntó “la chamba”; su energía, su gracia, su carisma, su descaro,
su filosofía son como un surumi. Tsunami, quiero decir. Que la Fuerza me la acompañe.
Con mi Comadre, me tomé la pausa necesaria para
ver las cosas desde arriba, con la tranquilidad de quien bebe despacio, sin
prisa, la espumosa cerveza germana (que jamás he probado) de una rústica
taberna de Hamburg (donde nunca he ido) La ya citada palabra que empieza con
‘a’ y termina con ‘mor’ sabe peor desde lejos, pero te permite disfrutarla mejor
a la hora de los macanazos.
No es secreto sobre quién caen (caían) aquéllas
dos sílabas pero, para no perder la costumbre, no diré su nombre. De hecho,
tampoco daré detalles: eso me incumbe a mí. Quizá un par de cosas a ella, pero
escapa de los reflectores públicos.
Fue como tallar una gema. ¿Qué tanto funcionó
que, en efecto, lograra en base a mis ensayos (cartas de tres cuartillas, Times
12, 1.5 interlineado), sentir ella consuelo, guía, alivio, algún momento de
distracción feliz? No sé. No importa. Eso buscaba. Lo demás era extra: amar es
dar sin esperar nada a cambio. Frase ya muy choteada, pero verdadera. Frase que
da entrada para explicar el galimatías del subtítulo. Es savo, un dialecto finlandés. Lo tomé de un grupo de folk-metal, Verjnuarmu. Significa, si hemos de
creerle a la página de internet ésa, “arcos cantores”. Más o menos. Es una
metáfora del sonido del arco que lanza la flecha, el silbido que hacen las
flechas al caer, como lluvia mortal, al campo de batalla.
“Laalavat jouset” retrata en animados 4:09 minutos el horror de la batalla:
el sabor de la derrota. Me permito copiar una estrofa en savo y luego su
traducción al español que viene a su vez de una traducción en inglés. Así, bien
profesional la cosa.
Virittyy jänteet laalaa jouset kuoleman laaluva
Tuhannet soettajat laaluun yhtyy, taevas täättyy mustista nuolista
Se saje kun tulloo vaenooja parkuu kuolemanpelekova
Tuhannet viholliset joukkona kuatuu, tanner täättyy verestä ja suolista
(Las cuerdas están preparadas,
cantan los arcos la canción de la muerte.
Miles de jugadores se unen a
la canción, el cielo se llena de flechas negras.
Cuanto cae esa lluvia, los
opresores gritan en su miedo a la muerte.
Miles de enemigos caen lado a
lado, la tierra se llena de sangre y vísceras.)
Un curioso que se las haga de lingüista notará
que tuhannet es “mil, miles”; que laalaa y laaluva
es la misma palabra, diferente expresión de la misma, y tiene que ver con
“canto” o “cantar”; notarán que kuoleman
es “muerte”, quizá declinado en genitivo; kuolemanpelekova
nos muestra que el savo no sólo
declina, aglutina. De nada.
Esto es el coro de la canción. Dios me libre de
ser un opresor, pero es evidente que me cuento del lado de los derrotados. El
amor es una guerra en la que el triunfo es la conquista propia. Uno se vence a
sí mismo, a sus propios enemigos para salir luego con todo el esplendor de su
propia armadura. El dragón que espera en la torre no es nuestro, es de la
princesa; uno es escudero de ella, de ella es la responsabilidad y el honor de
derrotarlo. Ella, la princesa, no es débil; ella puede vencer a su némesis. Que
dos almas coincidan en la lucha, que al momento de la batalla se den cuenta de
que quieren continuar la guerra juntos, es la consumación de la verdadera
victoria. Ambos lucharán entonces con sus mejores galas a enemigos cada vez más
terribles. Dos manos que deciden ir juntas por el mismo camino: la vida. La
vida es una guerra eterna.
No perdí este lance. Me rendí. La canción me
coloca (me coloco) en ese campo de agonizantes. Orgulloso derrotado por la
guerra más noble de todas. No morí: vivo. Arrastrando la espada, pesada por
falta de fuerzas; pisando los charcos de la sangre de mis monstruos; llorando lágrimas
que saben a tierra y metal, ondeé la bandera blanca.
Ahora te hablo a ti.
Sentí que debí decirlo. Que ya no más. No
escucharás de mí lo que de tan obvio, te era incómodo, aunque callases. No
encuentro aún la forma correcta; llevo un mes (prácticamente) pensándola. Baste
ahora que lo sepas. Verás, eso implica finos detalles. Algo de una confusión
que todavía está ahí, como una espina. El vago llanto que toda derrota tiene.
¿La casualidad de habrá puesto frente a mis escritos de las últimas semanas? Ni
siquiera en eso caben mis razones... Y tú, ahí, flotando…
Pero te agradezco. Las metáforas luminosas
donde caías y que no diré para convencerme de mi derrota, nunca fueron al azar.
Jamás fueron espejos, fáciles salidas a un juego del que quería salir ganador. La
única mentira que soltaba era el “bien” al “cómo estás”. Con todo, y lo sabes,
“estar contigo es como volver de la guerra”. Entraba en otra. Una que, de
hecho, disfrutaba. No importó. Mi sino es la guerra, mi obsesión. Y la
incapacidad para resumir en dos párrafos lo que no quiero decir después… mas
habré de hacerlo.
(No, no me despido. No es la idea.)
El futuro es lo que nunca será
Tiempo fuera.
Es ilusorio colocarle un límite al tiempo y
pretender que los astros alinean los chakras para que todo lo que decretemos en
los primeros minutos de nuestra arbitraria medición temporal, se cumpla como
por obra del arcángel Samael. O como se llame. El 31 de diciembre y el primero
de enero están apenas iniciando invierno, como que sin mucho chiste. Más
significativo lo que hacían civilizaciones antiguas: colocar el inicio del año
en primavera; rejuvenecer con la
Naturaleza.
Pero mentalmente funciona. El cerebro decide
engañarnos para sobrevivir a la terrible, fementida vida. La actitud que
debíamos tener durante todo el año (y que se perdió en febrero), renace como el
fénix más chiquitito del mundo. Una chispa, como la de la pirotecnia que
llamamos “ratones”. Promesas de un lado, promesas del otro. Todo es risa y
diversión en la primera semana de enero. La Rosca de Reyes, último reducto para el estómago
castigado de jolgorio navideño, se toma con optimismo. Sacar el Niño es un
feliz acontecimiento que luego pasa a unos “tamales que yo ni quería pagar”.
Normalmente les jodería diciéndole que ni se
molesten en hacer promesas de Año Nuevo, sobre todo si me involucran. Pero no
importa, háganlas. Sería mucho mejor si las publican en conveniente lugar
imborrable, para que, en abril, se asomen a ellas y se trague la tierra su
vergüenza o se calle el miserable bocón que no les tenía fe. El propósito
número uno de Año Nuevo debe ser, cumplir los propósitos que se harán.
Inconscientemente, yo haré un par, pero los
disfrazaré de esperanza. Este año, me diré, tendré lo que sueño. Los dos ejes
girarán como Newton manda. Yo inventaré señales de hados que, durante el
proceso de las uvas y la cena al son de Johann Sebastian Bach, indicarán mi
futuro año. Romanticismo. El poeta es quien desentraña las palabras de Natura,
quien se asoma al intoxicado mundo de insensata modernidad y descubre los hilos
de lo verdadero. Mi caso es el peor porque dependo de lo que los dioses me
indiquen, no de lo que yo sea capaz de hacer. Leeré en el cielo los signos de
mi guerra ganada. Sabré que, al fin, estará escrito en plata mi triunfo. Con
renovada fe, mi año caminará bajo la luz de mi propio engaño. Renegaré de este
último enunciado.
Y correré al futuro, a intentar hacer de él el
libreto que ansío por escribir. Correré y correré. Eterno maratón que terminará
el día que besen mis párpados la tierra, mi lecho final.
“It’s over Anakin! I
have the high ground”
La esperanza muere con quien la porta. Embriagado
de ella, los saludo. Les deseo lo mismo que ya auguro para mí: triunfo; que sus
guerras les sean livianas, cómodas, teñidas de púrpura y olivo. Gracias, una
vez más, por el año que se resiste y habremos de cortarlo de tajo, dejar que se
incinere con el impulso de su propio salto.
Adiós, adiós veinte catorce. No te extrañaré.
Gracias a los que se quedarán, a los que
llegarán, a los que se irán, a las nuevas historias que, pedazo a pedazo, se
escribirán para que sean leídas el Día del Juicio. Si se van, aunque sea por la
puerta de la ignominia, sepan que no serán en vano los momentos amables. A
quien llegue, gracias desde ahora por herir o sanar; por reír o por llorar. No queda más que cerrar el capítulo. Punto final.