No era extraña para Däsderf aquella situación.
Con una sonrisa amarga, desde el fondo más húmedo de su celda, recordó cuando
en Thíoen, atado a una columna que hendió la carne de su espalda lenta y
mecánicamente, miró por vez primera los barrotes de una prisión desde su
interior. En aquella ocasión su ejército organizó un rescate precipitado, mas eficaz.
Pero eran otros tiempos. La guerra se había reactivado luego de diez meses de
pasividad fastidiosa y Thíoen fue, en verdad, una de muchas batallas minúsculas
y terribles que marcaron el punto final de otra historia. No ahora; ahora la
paz consumada sonreía hipócrita a las potencias que buscaban el mínimo
pretexto; ahora, en verdad, cada quien era responsable de sus propias guerras.
Däsderf lo sabía, por eso rechazó cuatro veces el recurso del abogado ansioso
de firmar un eventual, masivo llamado a las armas: la misión era personal y su
éxito o fracaso dependía de sí mismo.
Está de más decir que había fracasado.
El carcelero, que compartía el segundo nombre
de Däsderf, se plantó frente a las rejas y clavó su mirada en la figura
encorvada del caballero Plateado. Éste sintió la mirada, pero permaneció en su
posición: media flor de loto con los brazos sobre las piernas, las manos
sosteniéndose una a la otra. El rostro bajo, ojos cerrados. Así pensaba mejor,
si bien es cierto que su pensamiento vagaba entre infinidad de situaciones,
muchas de ellas totalmente incoherentes, como qué habría de comer en ese mismo
instante en la casa de su amigo, el almirante e ingeniero capitán segundo “el
Pollo”.
El carcelero, molesta y necesaria metáfora de
la realidad, rompió el ensueño:
—La princesa pide permiso para verle, Plateado.
¿Le doy entrada?
Däsderf, abrió los ojos primero, con la rapidez
de quien ha tomado una decisión. Un segundo después, alzó la cabeza lenta y
dignamente. Echó hacia atrás los hombros con un suspiro y, sonriendo,
respondió:
—Esta es su prisión. ¿Por qué pediría permiso?
—Hay reglas, señor —titubeó el carcelero.
—No —corrigió Däsderf—. Ella teme entrar. Es
eso.
En retrospectiva, había sido fastidioso. Las
defensas del castillo eran invulnerables para un hombre solo, sin embargo, las
órdenes de la princesa habían sido tan sólo utilizar una tibia ofensiva que
caía, casi, por el impulso propio de quien teme fracasar. O herir. O conocer:
Däsderf tendría que haber llegado a la Cámara
Real y asesinar (digámoslo de una buena vez), a cierto
príncipe que planeaba hacerse del reino y dejar a la legítima heredera con
nada. Däsderf nunca supo si la princesa se enteró: si la tibia defensa (único
poder que no había perdido, el de proteger el castillo) era un plan para
facilitar las cosas, o si Su Excelentísima Realeza era muy mala estratega y en
verdad confiaba en el judas y quería, pero no podía, detener al quijote. En
cualquier caso el caballero leía lo mismo: miedo.
—Le recuerdo que usted es prisionero de guerra
y le debe respeto a Su Majestad —increpó el carcelero.
Una de esas sonrisas desdeñosas, de las que uno
usa cuando sabe más que el otro, cruzó como veneno la faz de Däsderf.
—Su Realísima Alteza no me derrotó, carcelero…
—la pausa acentuó el desdén con que fue dicha la palabra— yo me entregué. Y,
por cierto, en ningún momento hubo declaración alguna de guerra. De su parte
—añadió, porque mentiría si él no consideró como tal su infértil misión.
La princesa debió ser muy querida por sus
súbitos, porque el carcelero lanzó una mirada cargada de odio al insolente
caballero. Éste la sostuvo no por desafío, sino porque creyó merecerla. Apretó
la mandíbula y, bajando la mirada, musitó apenas:
—No. Que no pase.
Si se había entregado era porque, estando tan
dentro de su misión, volver atrás en silencio hubiese sido deshonroso. Además,
había visto los restos del espurio príncipe arder, no muy lejos de la Cámara Real , con el aire de
quien ha muerto por accidente. Incapaz de sentir lástima, odió no ser él quien
hubiese cortado de tajo el hilo que el alma de su obsesión sostenía con los
dioses. Aquel día (aquella tarde que acariciaba la noche), levantando la mirada
a la torre, vio luz en la
Cámara de la princesa. Fue entonces cuando corrió al aposento
y ella le negó el paso y le regresó la tiara de plata. Una última ofensiva,
tras los veintiocho escalones, le salió a paso. Apenas más agresiva que las
anteriores, Däsderf la ignoró y volvió a su refugio. Al amanecer se entregó.
Por consideración, la princesa le permitió portar el Brazalete y la bolsa con
sus provisiones, incluida la diadema.
—No puedo admitirla aquí —continuó—, no ahora.
No hoy. No sé cuando, no sé cómo. No sé si en verdad querré verla… otra vez.
Tiempo atrás, en un mundo que parecía otro,
Däsderf había invitado a la princesa al río que cruza el Bosque Trinë. Suave,
silencioso río que desemboca tranquilo en el lago Tefazi, justo frente al
Templo de los Cuatro Sabios. Barcos de plata, construidos por los sináe,
navegan con calma los ancianos árboles que, de noche, se iluminan con el
reflejo de las antorchas en la superficie como espejo puro de las aguas. Esa
noche, Däsderf había contado las estrellas que cabían en una gota del lago y le
había regalado la tiara con la advertencia necesaria: “cuídala mucho”.
—Su nombre, en el pico de la luna. Faro de
celúrea luz. Mariposa de nevadas alas. Rosa sonrojada con mi sangre… ¿Qué mar
de epítetos no cayeron, como cascada, de la inspiración de la Plata ?
Todavía los tambores resonaban en sus oídos.
Golpe tras golpe, rítmico latido de un monstruo gigante que, en el camino real,
bloqueaba las puertas del palacio. Fue quizá el único reto que hubo en la
misión: uno que la princesa no controlaba. Montados en búfalos
desproporcionados, trece guerrilleros, bastardos de demonio, habían hecho el
suficiente daño como que para Däsderf, superviviente de batallas más
escandalosas, tuviese miedo de caer. Pero allá, al noreste, su estrella le
guiaba.
—Los dioses me habían mandando las señales.
Pero, como sucede con los dioses, su mensaje fue claro tan sólo al final,
cuando el tablero vacío de oportunidades sólo conoce el mate. ¿Sabes de lo que
hablo? Se hace suficiente oscuridad en la demasiada luz para distinguir el
fatal signo. Inconfundible trazo que marcaba la tendencia desde el inicio.
Había caminado hacia las celdas. Con la tiara
aún en la mano, tocó la puerta de roble que se abrió al primer toque. Tremenda
ironía, la puerta de la Cámara
era de cristal. Los guardias, que nunca en verdad le cazaron, pensaron que era
un emisario del reino vecino y que había entrado ahí por error. “Mi nombre es
Däsderf Fasdeeli. Me manda la princesa Niëbya. Soy su prisionero.” Incluso el
enunciado, que procuró entonar con dramatismo, fue ridículo: los guardias le
obligaron a esperar en la oficina del director mientras consultaban con la
princesa. El mensaje nunca llegó o ella nunca respondió, el chiste es que
Däsderf se metió adrede luego de insultar a dos o tres guardias, sólo para
formalizar al asunto. Tres horas después la princesa concedió el permiso sobre
el Brazalete y la bolsa. Nada más. Hasta ese día, en el que, tímida, pedía
audiencia.
Däsderf se levantó y, dándole la espalda al confundido
carcelero, miró por la pequeña ventana que había en la celda. La vista era
horrible: daba directamente a la torre de la Cámara. Tras unos segundos de
silencio, cerró los ojos y recargó la frente en los barrotes de la ventana.
Helaban. Däsderf oprimió con más fuerza la frente, ignorando la gélida
sensación. Todo se había acabado, qué importaba más dolor. Quizá el carcelero
notó una fuerza de la que compartía sus principios, porque esperó a que el
Plateado volteara a verle. La marca del metal en la frente, poco estética,
estaba roja de tanta presión.
—Que no pase —dijo.
—¿Alguna razón en especial… General?
—No es lugar digno para Su Alteza… En cuanto
cumpla mi condena… yo mismo la buscaré. —Luego añadió, como para sí mismo—: “No
entres…”
Era absurdo. No había ni siquiera cargos, menos
condena. Pero sobraban las explicaciones. Däsderf sabía que la princesa tomaría
la estúpida justificación como lo que era: un rotundo no, nulas razones que
pudiesen explicarse entonces.
El carcelero salió, haciendo sonar las llaves
con sus pasos. Minutos después, solamente, Däsderf notó que había dejado una
carta en el piso de su celda. Inconfundible, la letra de la princesa en tinta
azul mostraba franco algún mensaje. Dudó.
A mediodía,
cuando las campanas del templo de Elwa llamaban a la Fiesta de la Rosa , Däsderf quebró los
goznes de su prisión. Los guardias habían salido a la procesión: sólo había un
recluso, general Plateado, demasiado noble como para escapar. La imponente
puerta de roble se abrió sollozando, como si se hubiese desgarrado una tela
hermosa. Una hora después, Däsderf miraba las murallas desde el Paseo de los
Nobles, muy lejos ya como para distinguir la ventana de la Cámara Real. Una lágrima,
una sola, en la que cabía una sola estrella, se ahogaba en los párpados para no
caer.
En el piso de la celda, sin tocar siquiera,
seguía la carta.
Conoces mi corazón joven poeta... vive para crear belleza!! Celebro tu sensibilidad <3
ResponderBorrarCuanta sensibilidad, cuánto dolor...
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