sábado, 29 de noviembre de 2014

Cantico canticorum

vulnerasti cor meum in uno ocolorum tuorum (Cnt 4,9)

El caballero con armadura plateada, a tus pies.

La mar fue el penúltimo paso. La ciudad de blancos adobes me recibió de noche, con todas sus luces anaranjadas preparándose para dormir. El faro que se alimenta del fuego del dios era el eco de tu propia luz. En los muelles, una triste canción se perdía a lo lejos. El viento acariciaba mis pensamientos agotados de tanto vagar en la incertidumbre; traía el olvido, se llevaba la amargura.

Las estrellas relucían. La tierra, bautizada de la lluvia vespertina, lanzaba una fragancia que todavía ocultaba tu silueta. Un sueño se materializaba. Un beso —tu beso—  oculto en la noche, me hizo recordar las lágrimas que lanza quien ama mucho y sonríe. Cercana a la luna, tu estrella guiñaba. Partí al instante.

Cabalgué al este, respirando el manto que el silencio presta a la noche. El amanecer me alcanzó a las puertas de tu ciudad. Las nubes se evaporaban en remolinos color bugambilia, saludándote. El guardia de la puerta abría los pesados cerrojos con detenimiento, como si su labor fuese comparable a quien talla en cristal una rosa. Eran las puertas de tu corazón.

De pie, a través de los cristales de tu lugar favorito, herías el horizonte con tu mirada. Prendiste mi corazón con uno solo de tus ojos. Mirabas y callabas pues en tu silencio se esconde lo que ni tú misma puedes decir.

Entonces desenvainé la espada antigua, plata forjada por guerreros más hábiles que yo. Golpeé con ella el empedrado de jade que adorna tu jardín; las notas brotaron despacio, como una canción de cuna. Tus ojos ahora vulneraron mi indestructible armadura. Mi lengua, la que nadie más domina, musitó: Zidionas vá


Y ensayé un poema, escrito con mi propia sangre, en los pétalos de aquella flor…

jueves, 13 de noviembre de 2014

Canción

Quiero cantar.
Y que mi canto sea como la brisa
que te despeina,
que besa tu rostro impunemente,
que te acaricia,
que limpia -si lloras- los restos de sal...

Quiero cantar.
Y que mi canto sea como el firmamento
que miras bocarriba,
adivinando figuras en las nubes,
buscando la luz que te ilumine
en los días que impera la oscuridad...

Quiero cantar.
Y que mi canto sea la respuesta
a tus preguntas inconclusas,
a tus sueños que exhalas a suspiros,
a la sonrisa que se queda dentro...

Quiero cantar.
Y que mi canto sea el fuego
al que acudas cuando el frío sea mucho,
al que alimentes tan sólo lanzando un beso,
al que mires buscando un símbolo,
una lengua tan sólo,
un segundo,
uno, que derrita el nudo
que se hace de tanto llorar...

Quiero cantar.
Y que mi canto haga eco con tu nombre,
que haga rimas correctas e incorrectas,
poco importa, igual es música,
igual y es dulce miel,
astro rey,
divina ley;
tierna, fiel
rima que ligue
dos sonetos,
nueve décimas,
otros muchos versos libres,
silencios,
latidos,
dudas,
todo..

en nuestra canción...

sábado, 8 de noviembre de 2014

Cuarenta y tres

Mi guerra es inútil, no hace falta que alguien venga y me lo recuerde. Jamás esperé la victoria y, en el fondo, no creía en el lema que nuestros estandartes ondeaban con endeble orgullo. Si luché, lo hice para curarme de mis contradicciones, de mis errores; para que nadie me echara en cara el miedo que me saturaba, que me hacía morder las sábanas rogando jamás despertar. Luchaba por la imagen idealizada de mis principios, ese arquetipo inaccesible a mi razón, pero formada con todo el ímpetu de mi corazón embriagado de suspiros.

Por eso no fue extraño que tampoco hablara aquella noche de septiembre, cuando yo y otros cuarenta y dos fuimos, una vez más, a jugar este ajedrez que me despedazaba y me completaba al mismo tiempo. ¿Era yo el peón o quien lo movía? Sistemáticamente, en nombre de la Patria abstracta, enfundados en el color de la sangre, salimos.

Hacía frío y, para mitigarlo, me acurruqué al fondo del vehículo. “Sólo será un momento”, dije. Soñé que un poeta que no creía en mí me hacía un poema al pie de una tumba. A sus pies había una espada de plata: “Como tú, yo también sueño en mi imposible batalla.” En su mano sostenía una estrella. Me despertaron los gritos de alarma de mis compañeros. Busqué la espada que estaría, también, a mis pies. Pero no había nada, y el sueño terminó por romperse no como se rompe el cristal de un cáliz hermoso, no. El sueño sólo cayó, vulgar, como un escupitajo a la tierra inmisericorde.

Fuimos conducidos, boca abajo, por las avenidas que tanto conocía, que tanto eran mías y que ahora eran la cuenta regresiva de mi vida inútil que en vano intentaba rememorar. Algunos lloraban. Yo no quise, o no pude. Ya era demasiado tarde para todo. Quienes me sucederían (¿era yo un peón?) no lucharían por mi pasión confusa y secreta, como la que representaba acaso esa estrella del sueño. Las palabras que recogerían de mis cenizas serían sombra, el inexacto extracto de la más obvia (la más superficial) de mis esperanzas.

Cuando me bajaron, estaba pensando en mi madre. Sólo hasta ese momento. Antes no pensaba, en realidad. Todo era confusión, todo era mi ser en cascada que caía sin aparente fin. Mi madre salió entonces, y con ella el resto de mi familia tal y como estaban en la última fotografía, la que colocaron junto al cuadro de la Virgen de Guadalupe que cuelga del comedor de la casa. También ahí me di cuenta que, algunos compañeros estaban ya muertos, sus cabezas dentro de bolsas de plástico humedecidas de vaho y llanto. Agradecí que no moriría yo así. Alguien, lejos, ofrecía no se qué trato a cambio de su vida. No lo culpo, no quería traicionarnos, el miedo lo había traicionado a él.

Fui de los últimos que arrojaron a la montaña de cuerpos y objetos bañados en gasolina. Seguía vivo. Tan sólo sujetas mis extremidades por una cuerda ruda. Innecesaria: agradecí morir así. El silencio que traía desde niño no me abandonó. Sin poder gritar, sin poder llorar, las ampollas llegaron antes que la asfixia.

En el fondo, a mi corazón que latía dolorosamente, yo le recitaba punto a punto las líneas de mi decálogo frágil (e incompleto). Mi muerte no sería en vano. Pero no por las acciones que, peón, realizaba. Ésas, que todos sabrán pronto, no eran yo. No.


Yo fui un poema que, sólo hasta el final, pude terminar.


miércoles, 5 de noviembre de 2014

[anti]Soneto estelar

¿Por qué el silencio es mi mejor arma?
Surcar quisiera los míticos aires
hasta llegar al pico más luminoso de la luna,
ahí, donde reposa tu nombre a la luz de ésta.

Surcar por el espacio nebuloso de los sueños,
robar acaso las soñolientas flores del mejor jardín:
aquellas rosas color plata que sólo florecen de noche.

Llegar y hablarte como mi pequeñez nunca me ha dejado hablar;
llegar y descubrir el centro de tu luz, robarle una sonrisa,
tallar en ese núcleo mi nombre para que no me olvides
al momento de despertar, al momento que nos rompa el sol.

Y llegar un viernes más, cargado de silencio,
temeroso de errar, esperando brillen tus hermanas

porque, Estrella, bajo la noche es más cálida tu hermosa luz.

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