vulnerasti
cor meum in uno ocolorum tuorum (Cnt 4,9)
El caballero con armadura plateada, a tus pies.
La mar fue el penúltimo paso. La ciudad de blancos
adobes me recibió de noche, con todas sus luces anaranjadas preparándose para
dormir. El faro que se alimenta del fuego del dios era el eco de tu propia luz.
En los muelles, una triste canción se perdía a lo lejos. El viento acariciaba
mis pensamientos agotados de tanto vagar en la incertidumbre; traía el olvido,
se llevaba la amargura.
Las estrellas relucían. La tierra, bautizada de la
lluvia vespertina, lanzaba una fragancia que todavía ocultaba tu silueta. Un
sueño se materializaba. Un beso —tu beso—
oculto en la noche, me hizo recordar las lágrimas que lanza quien ama
mucho y sonríe. Cercana a la luna, tu estrella guiñaba. Partí al instante.
Cabalgué al este, respirando el manto que el
silencio presta a la noche. El amanecer me alcanzó a las puertas de tu ciudad.
Las nubes se evaporaban en remolinos color bugambilia, saludándote. El guardia
de la puerta abría los pesados cerrojos con detenimiento, como si su labor
fuese comparable a quien talla en cristal una rosa. Eran las puertas de tu
corazón.
De pie, a través de los cristales de tu lugar
favorito, herías el horizonte con tu mirada. Prendiste mi corazón con uno solo de tus ojos. Mirabas y callabas
pues en tu silencio se esconde lo que ni tú misma puedes decir.
Entonces desenvainé la espada antigua, plata
forjada por guerreros más hábiles que yo. Golpeé con ella el empedrado de jade
que adorna tu jardín; las notas brotaron despacio, como una canción de cuna.
Tus ojos ahora vulneraron mi indestructible armadura. Mi lengua, la que nadie
más domina, musitó: Zidionas vá…
Y ensayé un poema, escrito con mi propia sangre,
en los pétalos de aquella flor…