Cada ciclo mundialista o bien cada helénico
evento olímpico me pregunto, y a veces me preguntan, acerca de mi “rechazo” a casi
toda expresión de americanismo, entendido éste en su expresión continental y no
como aquel país de nulo carisma en su política externa, muy entrometida, por
cierto. Digo “casi toda” porque existe una que abrazo: la mía, la mexicana. Con
honesta curiosidad, pues, admiro las formas en que los pueblos se hermanan y
Ecuador es uno con Argentina, Colombia camina hombro a hombre con Chile,
Honduras y Costa Rica se abrazan fraternos con Uruguay, y México, lejano del
contexto sudamericano, se cuela entre todos, como alejándose de la presencia
anglosajona que pesa en su frontera norte. Todo es risa y diversión y debo
decir que acepté de buen corazón el apoyo a la distancia que hacían mis
conocidos intercontinentales para con México en esta Copa del Mundo que llega a
su fin, aunque yo deseara de fea forma el triunfo de la fría sangre europea
sobre sus naciones tropicales.
Las redes sociales, horas antes de cada cotejo,
estallaban en bonachones vivas: “¡Vamos con México!”, decían desde Argentina.
“Hinchamos por Colombia”, hablaban desde Ecuador. “Ojalá gane Chile”,
suspiraban acá en la Ciudad
de México. España era otra de las consentidas. La llamada “madre Patria”
recibió mucho cariño con todo y los vituperios que se tragó al caer penosamente
con Holanda, por marcador de 1 – 5. Brasil, la protuberancia portuguesa de
América, cayó de la gracia de los mexicanos en específico y de los americanos en
general tras sus dudosas presentaciones arbitrales. De los Estados Unidos ni
hablar. Nadie de habla hispana simpatiza con ellos.
Ah, habla
hispana. Guarden eso.
Yo, movido por razones que posiblemente no
comprenda, prefería a Inglaterra o Italia sobre Costa Rica y Uruguay; a Holanda
sobre España y Chile; a Francia y a Suiza sobre Honduras y Ecuador; a Japón y
Grecia sobre Colombia; a Nigeria, Irán, Bosnia, Suiza, Bélgica, Holanda de
nuevo, y Alemania sobre Argentina. Sobra decir, espero, que prefería a México
sobre todos los anteriores (y el resto) y a todos los anteriores, más los que
falten, sobre los Estados Unidos.
Haría bien el lector si me manda, con justo
desconcierto y delicioso insulto, a la rancia Europa. Que me aproveche,
xenófobo de mierda. Teutón frustrado, franchute de quinta, toscano rechazado.
Cosas de ésas.
No va por ahí. Conste en estas líneas que gran
aprecio tengo a mis amigos de países ajenos al mío que de hecho, salvo chilenos,
charrúas y ticos, son de todas las nacionalidades de habla hispana citadas más arriba. No oculto que me gustaría visitar
Tegucigalpa para parlar de Star Wars,
pasar por Cali para cocinar unas empanadas (sic), que de vez en cuando uso el
voseo argentino y adoro imitar ese dialecto tan distintivo (sha saben cuál,
boludos), que iría gustoso a España para pisar las calles que Cervantes pisó y,
de vuelta al americano continente, me escaparía a Ecuador para conocer una
familia de militares. Mis escritores del siglo XX en habla hispana favoritos
son tres y son argentinos (Borges, Bioy, Cortázar), soy medianamente fanático
de 31 Minutos, lamento sinceramente
que El Chavo sea tan popular fuera de
México (no se merecen eso, en serio) y mi jugador extranjero favorito de la
actual plantilla de Pumas es pelón y es paraguayo. Pero no encuentro esa hermandad
que nace de las entrañas; busco y no hallo esa cosa que dicen que nos une, esa
cosa que hace a la América
una sola. Sospecho que, sin mala fe, “América” desde Guatemala hasta Panamá es
desde Guatemala (inclusive) hasta Panamá (inclusive) y que “América” desde
Panamá hasta el resto es desde la última tripa de Panamá hasta el resto.
Siento, posiblemente de forma errónea, que México es concebido como un apéndice
simpático, al cual muchos envidian de buena fe por ser vecino de los Estados
Unidos.
Por nosotros los mexicanos, intercambiamos
fronteras. Cualquier cosa es mejor que tener de vecinos a los gringos. 1847 no
se olvida.
Entonces caigo. Quizá sea aquello que ya vomité
en versalitas. La unidad lingüística
es lo que nos “hermana”, el hecho de que mastiquemos el mismo idioma nos une y
por ende también nos une con la autoridad gramatical, la Rancia Academia, de la Península. Brasil
es el hermano feo que farfulla ese español mal hablado que bautizamos como
portugués. Estados Unidos es un policía malo que nos bombardea con Hollywood. Nadie se acuerda de las islas del Caribe, de
Guyana y de Canadá. Para qué.
¿Es válido, me pregunto, llamarnos “hermanos”
porque hablamos el mismo idioma?
No, es mi respuesta contundente y busco de nuevo
más razones, otras que no se justifiquen tan endeblemente, otras que vayan más
allá de una casualidad nacida por la avaricia de una España medieval que
succionó las entrañas más ricas de un continente que evolucionaba despacio.
Surge la figura de Bolívar, pero me es difusa y se limita al cono sur. En
Centroamérica me es una mancha de ignorancia: brevemente estuvo unida al
Imperio Mexicano de Iturbide para luego no volver jamás. Históricamente, los
lazos se mantuvieron; románticos tirándole a indiferentes, pero esa palabra,
“americano”, nunca perdió la fuerza voluptuosa tan propia del XIX. Aquello fue
cordialidad, no hermandad. México es una sombra en la historia sudamericana, un
tapón que mantuvo lastimosamente a raya la Doctrina Monroe y la efímera
aventura de Napoleón III; es el vecino en el extremo menos concurrido de la
calle, el que hace sus cosas aparte mientras los demás organizan la fiesta.
México no se siente unido a Centroamérica
porque lo ve como el hilo sobrante de un queso Oaxaca. No se siente unido a
Sudamérica porque está ya muy lejos. México se debate entre el rencor y el
anillo papal de su vecino norteño y, eso sí, se ganó un especial cariño de
España tras la Guerra Civil
de Franco. México es una nave errante, una identidad extraña que se cree menos
que los Estados Unidos y más que Centroamérica. Por eso, antaño, el futbol se
jugaba con una prepotencia que se traducía en patadas y, actualmente, en
abucheos al himno de Francisco González Bocanegra. Por eso estamos solos.
Que alguien me explique.
Siglos antes, el latín era la lengua franca que dominaba desde
Hispania hasta Judea. El Imperio Romano era una mole que… ¿hermanaba? a lo que
hoy es Lisboa con lo que hoy es Jerusalén. Fragmentado, en ese tramo que
conserva las ruinas del glorioso imperio, en la actualidad se hablan portugués,
español, francés, alemán, italiano, danés, inglés, rumano, hebreo, árabe,
serbio, croata, neerlandés. Hermandad mis cojones, pregúntenle a los balcánicos
o a los franceses de las Guerras Mundiales. Dentro de esos grupos lingüísticos
se hablan o hablaban cosas más extrañas: flamenco, vasco, toscano, dálamata,
siríaco, galéico., y muchos más que desconozco. Las naciones se unen
principalmente por una cuestión idiomática. Luego surge la cultura. Y la
cuestión idiomática se traduce en comercio. Nada más. Un grupo que comparte la
misma lengua se une como método de supervivencia, no como un amoroso lazo de
rosas, fresas y gomitas de colores. Por eso el español se impuso en América. La
hermandad es una bellísima invención que surge para que nos toleremos y no
andemos de desorientados, como en Gaza. Pero, insisto, la lengua no basta. Si
la lengua bastara, no habría guerras civiles, por ejemplo. Hay otros factores,
muchos otros, que por el momento no atañen, como la religión.
No es el momento de discutir, sin embargo, aquellos
temas. Sólo divago.
América, algún día, hablará un español
irreconocible entre sus naciones. Es natural. Quizá entonces dejemos de
llamarnos hermanos. No. Quizá aquellos países que nacieron juntos lo sigan
siendo. Yo hablo por México… más bien, yo hablo por mi visión desde México
Quizá nosotros seamos más hermanos de los gringos que de lo que está en nuestra
a veces menospreciada frontera sur. Lástima. La raza humana debería sentirse fraternizada
por el simple hecho de saberse, valga la redundancia, humana. Lenguas,
fronteras, economía, religiones: basura. Que nos hermane el ciudadano georgiano
por ser humano. No porque algún extraño día hablemos la misma mierda. Que sea
nuestra lengua y sus infinitas variantes el tesoro más bello que le da sentido
a este mundo, pero que eso no sea el pilar único que nos haga vivir con
decencia entre nosotros. De todas formas, la lengua a veces es un estorbo. El
silencio es mágico. Y en el silencio, somos más parecidos de lo que parece.