Había, del verbo ‘formar parte del mismo entorno’, una señora a las
afueras de aquella iglesia. La mía, es decir, pero de mía no tiene nada y la
verdad un betabel podría ser más religioso que yo, si se lo propone. Es, como
habrán de suponer, la de la colonia donde yo vivo, una no muy fea, pero tampoco
muy bonita, de acá, el sur. Es de paredes tristes y sólidas, frente a ella
mucha gente de abolengo que pagó muy bien para que fuera enterrada lo más
cercano posible a lo que hoy es la capilla, tiene dos o tres árboles de
importancia y la custodia en las noches una perra brava que una vez, dicen, se
masticó a un niño.
La señora siempre se ponía en la entrada, pegada lo más posible a la
pared. Nunca volteaba el rostro para ver la imagen del santo que con esa cara
de quien puja sin éxito, domina la antigua calle principal del poblado. De
hecho, tengo la fuerte sospecha de que la señora era atea, tengo la impresión
de haberle alguna vez escuchado maldecir en voz bien baja a quienes iban un
jueves a la misa de la noche. No se sabía a bien qué hacía: un día empezó a
rumiar en una lengua muy extraña, y se le iban los ojos pa’rriba, como si le
estuviera dando un ataque. Al día siguiente, saludaba a todos con su mejor
sonrisa y repartió caramelos que pocos se atrevieron a comer.
La señora era obesa, gordísima, blanca como la leche y muy limpia. Conocía
de menos el francés, pues en otra ocasión se le vio fungir como guía de
turistas a una pareja suiza que había dado hasta este lado de la capital,
queriendo ir al centro de la misma. Llegaba caminando lentamente a su puesto de
siempre a las 8:04 de la
mañana y se iba de ahí, con el mismo ritmo, a las 09:01 de la noche. Nadie sabía decir dónde
vivía, qué comía y dónde lo hacía, cómo se llamaba y si de hecho era humana.
A veces, en invierno, se ponía a llorar desconsoladamente y no hacía
caso de nadie, ni de las eternas e infructuosas palabras de la gente de la
iglesia que la invitaba a entrar a ella, o que le alargaba un chocolate en
barra para mitigar su llanto. También en invierno, se le ocurría cantar una
extraña canción en latín que nadie conocía y que era hermosa y triste a la vez.
En verano, en cambio, se volvía agresiva y escupía con rabia a la gente,
ésta se defendía, sólo para ser tratada con maquiavélica brutalidad por la
extraña señora. Por ésas épocas también cantaba, pero era un canto terrible,
que ponía los pelos de punta y que quedaba flotando hasta pasada la medianoche. Pocos lo advertían, quizá
solamente yo, pero en el verano mismo solía llorar, cuando menos se lo podía
imaginar uno, como recordando cosas que había pasado hace mucho.
Un día, cuando moría el otoño y el viento frío empezaba a helar las
noches, una pequeña niña, a las 8:05
de la mañana se acercó a la mujer, que se acomodaba apenas en su rincón favorito.
Le saludó, como quien saluda a un viejo conocido y le abrazó con una fuerza
propia de los que piden perdón. La mujer, sorprendida, le reconoció entre las
marañas de pasados más antiguos que la vida misma y, sujetando la pequeña mano,
le sonrió. Luego, la niña corrió a donde la madre, sorprendida, le reprendía
por tal atrevimiento. La mujer siguió sonriendo, y esta vez cantó aquella
canción hermosa, ahora preñada de agradecimiento, donde la tristeza había sido
desterrada. A las 09:01 de
la noche, dejó de cantar, y la canción se extendió en todos hasta la medianoche.
A partir de entonces, nunca volvió a regresar.