El libro que me prestaste capturó tu aroma. Cuando pasé rápidas sus
hojas, como para medir el tiempo que tardaría en leerlo, sopló el perfume que
hago tuyo y como en un acto de contenerle, hundí mi rostro en las viejas y
enfermizas páginas, saturándome de tu recuerdo.
De pastas rojas, el confuso texto fue un retrato involuntario de tu
imagen que manipulaba con delicadeza, como una flor de cristales de nieve. No
quería se infectara de mi esencia neutra e innoble; no quería perder yo el hilo
invisible, seda transparente que acariciaba aquello que escapa a la piel y
termina en el centro de la vida: la chispa cálida que impulsa el correr loco
del corazón cuando te veo.
¿Será tu sabor el de esta seda?
He olvidado, adrede, el título y notable nombre del autor que imaginó el
texto. Prefiero quedarme con su aroma. Anotar en la bitácora de mis memorias tu
fragancia como la expresión total de ese ejemplar. Borrar las terribles y
prodigiosas imágenes que crean las letras y saturarme de ti, de la sombra de
tus movimientos, el vapor de tu piel a la luz de la luna.