jueves, 17 de octubre de 2013

Tu rastro de sombra en las hojas

El libro que me prestaste capturó tu aroma. Cuando pasé rápidas sus hojas, como para medir el tiempo que tardaría en leerlo, sopló el perfume que hago tuyo y como en un acto de contenerle, hundí mi rostro en las viejas y enfermizas páginas, saturándome de tu recuerdo.

De pastas rojas, el confuso texto fue un retrato involuntario de tu imagen que manipulaba con delicadeza, como una flor de cristales de nieve. No quería se infectara de mi esencia neutra e innoble; no quería perder yo el hilo invisible, seda transparente que acariciaba aquello que escapa a la piel y termina en el centro de la vida: la chispa cálida que impulsa el correr loco del corazón cuando te veo.


¿Será tu sabor el de esta seda?


He olvidado, adrede, el título y notable nombre del autor que imaginó el texto. Prefiero quedarme con su aroma. Anotar en la bitácora de mis memorias tu fragancia como la expresión total de ese ejemplar. Borrar las terribles y prodigiosas imágenes que crean las letras y saturarme de ti, de la sombra de tus movimientos, el vapor de tu piel a la luz de la luna.

Y aquí me ves. Garabateando un borrador que luego serán las insensibles letras en una computadora. Terminé la lectura. El libro reposaba en mi antebrazo, acariciando tú sin saberlo, mi sedienta piel. Escribo y apoyo mi mejilla en él. Salvando las caricias que ha dejado tu soplo mientras intento que esto te parezca un bello poema de agradecimiento

jueves, 10 de octubre de 2013

Sueño III

Este poema intenta condensar en sus pocas líneas un sueño. Dormir es un placer: «Al que velando el bien nunca se ofrece, / quizá que el sueño le dará durmiendo / algún placer, que presto desfallece; / en tus manos ¡o sueño! me encomiendo.» dice Gracilaso en su Égloga Segunda. Y sí. Es el sueño un recurso válido para sonreír, para elevar las plegarias a lugares antes jamás esperados. Sueños, pedazos –acaso- de nubes, de lágrimas y de sonrisas. De todo.

Quizá la poesía sea el elemento alquímico que falte. La piedra filosofal de un deseo de suaves latidos, de sutiles perfumes; fórmula que capture el precioso instante de tu invaluable sonrisa.


Te ibas, te perdías;
ahogabas aquel universo
de blanco y negro
en colores parcos, no estabas.


-Y yo, y tú,
figuras opacas-


Pero seguí la sombra
(o quizá tu aroma,
o tu sonrisa).
Figuras iguales
se esfumaban.


Hasta que pronuncié tu nombre.


Y ahí estabas.
El abrazo.
No nos dejemos.
Ahí, se dijo.
Incendio de colores.

Beso, el sello.

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