lunes, 29 de diciembre de 2014

Despidiendo el 2014

  1. Proemio
  2. Vegetales literatus (traurig und krank Klub)
  3. El aparente montón de ausentes
  4. Apellido
  5. “Laalavat jouset”
  6. El futuro es lo que nunca será
  7. “It’s over Anakin! I have the high ground”


Proemio

Desear bienaventuranza es fácil, bastan algunas palabras por aquí y por allá, una imagen chula y dos o tres adjetivos cursis. Si va rimado, hasta tildan de poeta al ingenioso espécimen que los compuso, aunque ahí exista tanta o menos poesía como en una canción de duranguense. Además, y como ya expuse en violento asunto navideño, es fácil caer en la felicitación por compromiso, la que se resume en una vulgar tarjeta. Las tarjetas que se venden en las tiendas son las bulas de la falsedad: algo apenas menos doloroso que la indeferencia.

Yo por eso, y como sabrán unas pocas personas que potencialmente me estarán leyendo (dos), cuando de tomar la pluma se trata (o el teclado, triste realidad tan poco romántica) no reparo en gastos de tinta o golpes de teclado. Pésima costumbre, hago de un feliz cumpleaños un ensayo sobre la poesía personificada o de un consejo de doctora corazón una tesis sobre la patológica necedad de evitar lo indeseable. Lo mínimo nunca es suficiente y, de hecho, lo suficiente siempre me es mínimo; me detengo a la tercera o cuarta cuartilla porque intento ponerme del otro lado: quizá no disfruta tanto la lectura como yo la escritura.

Hecha la advertencia, son libres de dejar ya de leer, aunque ni siquiera se enteren de qué va esto o si su nombre (necesariamente oculto por una metáfora que, espero, les sea medianamente reconocible) está dentro del montón bueno, del montón malo o los finos trazos que vinieron a bien (o mal) embarrar su presencia sobre mi persona en este año que se acaba. Es un ejercicio doble: agradezco la vuesa inferencia y hago examen (más o menos superficial) de mí mismo a lo largo del dos mil catorce que, gracias a Tezcatlipoca, se acaba.

Porque sí, llegó el instante en que quiero que se acabe. Los ejes sobre los cuales giré este año fueron dos: el amor y mi futuro profesional. Lindos ejes, para los que los tienen bien alineados. Yo, que los tengo tan derechos como las leyes en este país (léase desde cualquier nacionalidad, todos se quejan de todo desde Mozambique hasta Noruega), dividí alegrías y penas durante el año como quien divide la cosecha buena de la mala en una temporada de la chingada. Diciembre, mi mes favorito, se juntó con enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto y un pedacito de septiembre como la cizaña. Ya veo la Pepinita de nombre impronunciable mofándose de mi amargura. Decimonónicos estamos. Tres a nueve, el récord de este año. Temporada perdedora.

Vegetales literatus (traurig und krank Klub)

Esperen, prácticamente toda la Pepiniza, gente literata, que lee más en un mes que el ochenta por ciento de ustedes en un año, se burlaría de mi amargura. Y quizá deba empezar por ahí, por la Pepiniza, ya que los mencioné. Los Pepinos son una cosa muy rara. Para empezar, juran con reunirse en vacaciones y en vacaciones se esfuman, como el Chapo tras su fuga. Sin embargo, no es reflejo de hipocresía. Los Pepinos pueden ser políticamente correctos, pero hasta donde los conozco, nunca serán falsos; prudentes, no le despepitan la madre al primero que pasa, pero de cuando en cuando sacan el cobre. LOL, como dice la chaviza. Ejemplo: las onomatopeyas de fastidio cuando la chica insoportable, que estudia ópera en Viena o casi, hace  comentario estúpido (cosa que pasa muy a menudo); los resoplidos son harto audibles.

A pesar entonces del natural y hasta esperado esparcimiento que hemos tenido, en nosotros florece el amor y el cariño. Dicen. Amigos por siempre, bien Gudi y Boslaiyír. Los Pepinos tenemos algo muy malo (o muy bueno) nos soportamos pocas veces a la semana. En realidad, hablamos muy poco de cosas serias, salvo casos especiales. Uno de ellos es atender las existenciales penurias del fanático de Star Wars. Este año, también, recomendamos prudencia a la Pepinita que tuvo chisme con el Hendiduras. Cada quien tuvo su momento serio con uno u otro, atendiendo las metáforas dolorosas de pena y dolor. Otra cosa seria: lanzar caca al profesorado. Manga de malcriados.



En general, coincidimos en todo, menos en política. No: menos en las formas de tratarla. Anti-copetones todos, unos van por acá y otros por allá; los paros dieron mucho de qué hablar y entre que sí y entre que no, al final del día aceptábamos de buena gana que el prójimo fuese más o menos chairo que nosotros. Creo. Espero que nadie se haya quedado con ganas de matar al otro por decir que los paristas no tenían ni puta idea de lo que hacían. Apéndice: ahora que siento que el asunto de Ayotzinapa (ridículamente reducido a Ayotzi, como nombre de mascota) se salió de toda lógica y sentido medianamente aceptable, hemos callado todos. Navidades. Poco importa eso ahora, agradezco a ellos (ellas, por mayoría) por estar ahí, en más de una ocasión para temas que me herían. Gracias por un año más Pepinillos del Noveno Círculo. Mucha lectura, poco análisis. Mucha lateral, poca glotal. Mucho amor, poco miedo.

El aparente montón de ausentes

Ya que hablé de mis heridas, digamos lo que son. Son frescas, quizá adrede extendidas: monumentos a la derrota. Su tratamiento (entiéndase, su voluptuosa exposición), se limita al círculo de los cercanos. Mis cercanos se cuentan con los dedos. De ambas manos, creo. Si queremos tocar temas finos, podemos quitar una manita. Catorce mil weyes quedan fuera: los que no son, y al mismo tiempo sí. Explico.

Hablaré primero de mi cualidad menos afortunada: ser invisible. He de ser franco, desechaba las amistades fácilmente y me era difícil de hacerme de nuevas; subía en un pedestal los requerimientos (¿o me subía yo?) para extender la mano amiga y, ante la ausencia o falla, la retiraba. Eso sí, en el ínterin no había nadie más leal que yo, modestia aparte. De hecho, mi lealtad es inmutable, que no atienda con la misma intensidad es otra cosa. No sé si eso de las lealtades haya sido conflictivo alguna vez, que dos amiguitos se hayan sacado el moco a trompadas y ambos hubiesen seguido amistados conmigo. Creo que no.

Hablo en pasado. No porque ahora me haga de amigos a mansalva, los retenga a todos y los traicione, no. La verdad es que hago pocos amigos, es casi un gusto nocivo por la soledad. Sin embargo, desde no hace mucho, me prometí ser menos… yo. No ha servido de nada aún, pero las razones de este análisis escapan al espacio de este texto, de por sí extenso. Los amigos de la infancia, pues, se perdieron poco a poco: hoy me pudro felizmente en mi soledad. Extensa, gloriosa soledad que me come. Este año me enseñó a que no debo despreciar mi soledad, sólo debo buscar… otras que la complementen. Realmente me di cuenta de eso hace poco, así que por el momento no hay mucho que añadir a esto.

Es raro agradecer, entonces, a los que no están. A los que, por una u otra razón, no son íntimos, no son tan compatibles. Es raro, extrañísimo agradecer a quienes me permiten seleccionar mi soledad, personas que están ahí y que son vitales porque me chasquean los dedos para no dormir demasiado: personas que son como un filtro que especifica mi soledad. Verlos de fuera es una suerte de bendición. Pueden ustedes pasar de lado (no importa, soy invisible) pero en cuanto tengan alguna necesidad, estaré para ustedes. Incondicional y fielmente. Yo no los molestaré.

No hay desdén en este raro catálogo. Si hubiese desdén, ni me preocuparía en mencionarlos. Es sencillamente la definición del amigo que no es como la mugre de nuestra uña. Pero esa palabra “amigo”, que en ocasiones tomamos a la ligera y otras no, tiene peso importante. Ese extraño que es más que conocido, menos que íntimo.



Apellido

Extrañezas también las de este año con respecto a la familia. Se olía, creo, desde finales del veinte trece, pero como que se asentó este año. La familia de estroto lado se quedó igual. Pinche primo mamón, por ejemplo. En la de aqueste lado, donde no he sido así que digan la estrella del chou, sentí una simpática unión que no había percibido nunca. Quizá es sólo una coincidencia. Lo cierto es que, al ser el penúltimo nieto (de doce), yo no tenía mucho chiste. Quizá las cosas gravitaban ya muy cómodas y los dos apéndices (mi hermana y yo), no alborotamos mucho el gallinero. Por eso, de pronto adquirir un papel más o menos más relevante, salta a la vista.

Todo fue antes del desaguisado, del que no les cuento porque no les importa (a menos que seas primo, entonces sí). Las afamadas noches de fritanga y tequila, (que después pasaron al póker por influjo de los más chicos: mi hermana y yo, par de viciosos de Satanás) marcan un sentido de más pertenencia, pues caen en nombres definidos. No se trata de dos frentes preparados para la guerra, se trata de una evolución natural y obvia que no traiciona la sangre, pero sí la selecciona. Esas dos líneas, si existen en verdad, se seguirán queriendo como siempre, tan sólo se acomodaron. Creo. Es mi percepción.

Los Saturday Night Tequipóker, empiezan a tomar lo que cuando seamos rucos se llamará tradición, recuerdos, añoranzas, experiencias, “te acuerdas de…”. Risa fácil, ambiente sano, con todo y el par de botellas de tequila por reunión. Todavía no nos partimos la madre a puño limpio, por ejemplo. Ni siquiera apostamos dinero de verdad. Confunden aún qué mano le gana a qué mano, nadie sabe jugar en serio dominó, las damas chinas son una mentada de madre donde escupimos improperios a quien nos bloquea el camino y todavía no jugamos Scrabble, donde sospecho que saldría ganando (una vez, en otra noche que no era de tequipóker, me batearon un verbo con el pronombre –le de objeto directo, y aún así les quebré el léxico en semas).



Agradezco las noches de alcoholes, fritangas “de pueblo”, chelas, Superboules, tequilas, #CucoStyle. Algo tiene el Texas Hold’em que causa furor. Y, como a todos nos va mal en el amor, ganamos siempre. Hell yeah. Gracias por eso.

“Laalavat jouset”



Inevitablemente mencioné la palabra: amor. Quien no me conociera, al poco se daría cuenta de que es el eje principal de mi vida. Valiendo madre. Obsesión de chiquillo: papá y mamá, la historia de siempre. Me prometí, entonces, buscar el amor verdadero, no chingaderas. Adopté un sistema radical, que me azota con látigo ponzoñoso a cada mínima oportunidad. Por eso salí romántico (léase, nota de siempre en mis escritos, decimonónico). Antes de desarrollar este eje (el segundo se resume en una palabra: fracaso) que también acabó mal, quiero agradecer a mi amiga la Comadre.

Todos saben que se me da mejor escribir que hablar, hablando soy muy bobo. A Comadre la pongo aparte porque, aunque otros me escucharon, ella se chutó la tesis sobre la patología aquella dicha más arriba y yo me chuté otra suya sobre el contrabandista de Corellia (yep, necesitan ser fanáticos de Star Wars para hallarle a la mención). Comadrita, gracias. Espero redactarle tesis, pero de cosas alegres; espero lo mismo de usted. Escucharle también es grato. Es como si, luego de la batalla, dos guerreros fuesen a la taberna para brindar por las derrotas. Anima.

Gran comadre, la Comadre. Uno entiende porqué de pronto se le juntó “la chamba”; su energía, su gracia, su carisma, su descaro, su filosofía son como un surumi. Tsunami, quiero decir. Que la Fuerza me la acompañe.



Con mi Comadre, me tomé la pausa necesaria para ver las cosas desde arriba, con la tranquilidad de quien bebe despacio, sin prisa, la espumosa cerveza germana (que jamás he probado) de una rústica taberna de Hamburg (donde nunca he ido) La ya citada palabra que empieza con ‘a’ y termina con ‘mor’ sabe peor desde lejos, pero te permite disfrutarla mejor a la hora de los macanazos.

No es secreto sobre quién caen (caían) aquéllas dos sílabas pero, para no perder la costumbre, no diré su nombre. De hecho, tampoco daré detalles: eso me incumbe a mí. Quizá un par de cosas a ella, pero escapa de los reflectores públicos.

Fue como tallar una gema. ¿Qué tanto funcionó que, en efecto, lograra en base a mis ensayos (cartas de tres cuartillas, Times 12, 1.5 interlineado), sentir ella consuelo, guía, alivio, algún momento de distracción feliz? No sé. No importa. Eso buscaba. Lo demás era extra: amar es dar sin esperar nada a cambio. Frase ya muy choteada, pero verdadera. Frase que da entrada para explicar el galimatías del subtítulo. Es savo, un dialecto finlandés. Lo tomé de un grupo de folk-metal, Verjnuarmu. Significa, si hemos de creerle a la página de internet ésa, “arcos cantores”. Más o menos. Es una metáfora del sonido del arco que lanza la flecha, el silbido que hacen las flechas al caer, como lluvia mortal, al campo de batalla.

“Laalavat jouset” retrata en animados 4:09 minutos el horror de la batalla: el sabor de la derrota. Me permito copiar una estrofa en savo y luego su traducción al español que viene a su vez de una traducción en inglés. Así, bien profesional la cosa.

Virittyy jänteet laalaa jouset kuoleman laaluva
Tuhannet soettajat laaluun yhtyy, taevas täättyy mustista nuolista
Se saje kun tulloo vaenooja parkuu kuolemanpelekova
Tuhannet viholliset joukkona kuatuu, tanner täättyy verestä ja suolista

(Las cuerdas están preparadas, cantan los arcos la canción de la muerte.
Miles de jugadores se unen a la canción, el cielo se llena de flechas negras.
Cuanto cae esa lluvia, los opresores gritan en su miedo a la muerte.
Miles de enemigos caen lado a lado, la tierra se llena de sangre y vísceras.)

Un curioso que se las haga de lingüista notará que tuhannet es “mil, miles”; que laalaa  y laaluva es la misma palabra, diferente expresión de la misma, y tiene que ver con “canto” o “cantar”; notarán que kuoleman es “muerte”, quizá declinado en genitivo; kuolemanpelekova nos muestra que el savo no sólo declina, aglutina. De nada.

Esto es el coro de la canción. Dios me libre de ser un opresor, pero es evidente que me cuento del lado de los derrotados. El amor es una guerra en la que el triunfo es la conquista propia. Uno se vence a sí mismo, a sus propios enemigos para salir luego con todo el esplendor de su propia armadura. El dragón que espera en la torre no es nuestro, es de la princesa; uno es escudero de ella, de ella es la responsabilidad y el honor de derrotarlo. Ella, la princesa, no es débil; ella puede vencer a su némesis. Que dos almas coincidan en la lucha, que al momento de la batalla se den cuenta de que quieren continuar la guerra juntos, es la consumación de la verdadera victoria. Ambos lucharán entonces con sus mejores galas a enemigos cada vez más terribles. Dos manos que deciden ir juntas por el mismo camino: la vida. La vida es una guerra eterna.

No perdí este lance. Me rendí. La canción me coloca (me coloco) en ese campo de agonizantes. Orgulloso derrotado por la guerra más noble de todas. No morí: vivo. Arrastrando la espada, pesada por falta de fuerzas; pisando los charcos de la sangre de mis monstruos; llorando lágrimas que saben a tierra y metal, ondeé la bandera blanca.



Ahora te hablo a ti.

Sentí que debí decirlo. Que ya no más. No escucharás de mí lo que de tan obvio, te era incómodo, aunque callases. No encuentro aún la forma correcta; llevo un mes (prácticamente) pensándola. Baste ahora que lo sepas. Verás, eso implica finos detalles. Algo de una confusión que todavía está ahí, como una espina. El vago llanto que toda derrota tiene. ¿La casualidad de habrá puesto frente a mis escritos de las últimas semanas? Ni siquiera en eso caben mis razones... Y tú, ahí, flotando…

Pero te agradezco. Las metáforas luminosas donde caías y que no diré para convencerme de mi derrota, nunca fueron al azar. Jamás fueron espejos, fáciles salidas a un juego del que quería salir ganador. La única mentira que soltaba era el “bien” al “cómo estás”. Con todo, y lo sabes, “estar contigo es como volver de la guerra”. Entraba en otra. Una que, de hecho, disfrutaba. No importó. Mi sino es la guerra, mi obsesión. Y la incapacidad para resumir en dos párrafos lo que no quiero decir después… mas habré de hacerlo.

(No, no me despido. No es la idea.)

El futuro es lo que nunca será



Tiempo fuera.

Es ilusorio colocarle un límite al tiempo y pretender que los astros alinean los chakras para que todo lo que decretemos en los primeros minutos de nuestra arbitraria medición temporal, se cumpla como por obra del arcángel Samael. O como se llame. El 31 de diciembre y el primero de enero están apenas iniciando invierno, como que sin mucho chiste. Más significativo lo que hacían civilizaciones antiguas: colocar el inicio del año en primavera; rejuvenecer con la Naturaleza.

Pero mentalmente funciona. El cerebro decide engañarnos para sobrevivir a la terrible, fementida vida. La actitud que debíamos tener durante todo el año (y que se perdió en febrero), renace como el fénix más chiquitito del mundo. Una chispa, como la de la pirotecnia que llamamos “ratones”. Promesas de un lado, promesas del otro. Todo es risa y diversión en la primera semana de enero. La Rosca de Reyes, último reducto para el estómago castigado de jolgorio navideño, se toma con optimismo. Sacar el Niño es un feliz acontecimiento que luego pasa a unos “tamales que yo ni quería pagar”.

Normalmente les jodería diciéndole que ni se molesten en hacer promesas de Año Nuevo, sobre todo si me involucran. Pero no importa, háganlas. Sería mucho mejor si las publican en conveniente lugar imborrable, para que, en abril, se asomen a ellas y se trague la tierra su vergüenza o se calle el miserable bocón que no les tenía fe. El propósito número uno de Año Nuevo debe ser, cumplir los propósitos que se harán.

Inconscientemente, yo haré un par, pero los disfrazaré de esperanza. Este año, me diré, tendré lo que sueño. Los dos ejes girarán como Newton manda. Yo inventaré señales de hados que, durante el proceso de las uvas y la cena al son de Johann Sebastian Bach, indicarán mi futuro año. Romanticismo. El poeta es quien desentraña las palabras de Natura, quien se asoma al intoxicado mundo de insensata modernidad y descubre los hilos de lo verdadero. Mi caso es el peor porque dependo de lo que los dioses me indiquen, no de lo que yo sea capaz de hacer. Leeré en el cielo los signos de mi guerra ganada. Sabré que, al fin, estará escrito en plata mi triunfo. Con renovada fe, mi año caminará bajo la luz de mi propio engaño. Renegaré de este último enunciado.

Y correré al futuro, a intentar hacer de él el libreto que ansío por escribir. Correré y correré. Eterno maratón que terminará el día que besen mis párpados la tierra, mi lecho final.

“It’s over Anakin! I have the high ground”

La esperanza muere con quien la porta. Embriagado de ella, los saludo. Les deseo lo mismo que ya auguro para mí: triunfo; que sus guerras les sean livianas, cómodas, teñidas de púrpura y olivo. Gracias, una vez más, por el año que se resiste y habremos de cortarlo de tajo, dejar que se incinere con el impulso de su propio salto.

Adiós, adiós veinte catorce. No te extrañaré.


Gracias a los que se quedarán, a los que llegarán, a los que se irán, a las nuevas historias que, pedazo a pedazo, se escribirán para que sean leídas el Día del Juicio. Si se van, aunque sea por la puerta de la ignominia, sepan que no serán en vano los momentos amables. A quien llegue, gracias desde ahora por herir o sanar; por reír o por llorar. No queda más que cerrar el capítulo. Punto final.


martes, 23 de diciembre de 2014

Navidá

Navidad. Admitámoslo, el ambiente es otro. Se respira algo que no se respira en otros meses, como si una energía que manase de la gente (o simplemente de los colores, olores y sabores de la publicidad) inundara todo a nuestro alrededor. Los arbolitos con sus coloridas series se asoman a cada ventana de cada casa de la ciudad: los arbolitos pecan de vanidosos. Flores de nochebuena se venden como los pollos en la noche del veinticuatro, curioso espejo de las de cempasúchil apenas un mes antes. Muerte y vida. Las flores saben de ironías.

Piñatas de cuatro (y no siete) picos cuelgan de todos lados y no falta el automóvil disfrazado de reno; la nariz roja oculta el logo de la Volkswagen, los cuernos mal alineados embisten a diestra y siniestra, sobre todo luego de una posada. Pésimo gusto. Santoclós (como le llamaban antaño al obeso viejo de rojo) adorna los techos de las casas, las ventanas de los departamentos, la cola de la madre de la Cocacola. Los especiales navideños de la televisión ofenden al buen gusto pero uno siempre mira con culpabilidad Home alone; Mi pobre angelito para los que no masticamos el inglés (¿de dónde sacaron el título en español?).

La gente se pone de buenas. A veces se acuerda que se celebra el nacimiento de Dios y no al Panzaclós. Dios tiene mérito, ateos: por un instante la gente se comporta con tantita madre. El prójimo no es, momentáneamente, un reverendo hijo de la chingada; al contrario, es un excelentísimo hermano en Cristo. Alabado sea el Señor. Paz en los hombres de buena voluntad. Etcétera.

Lo peor es que eso se contagia. Uno empieza por ver con compasión lo que más odia y las fantasías sobre la hipotética muerte de aquello odiado bajan de nivel Tarantino a nivel caricatura de Disney. Pero bueno, al menos muere. Al mismo tiempo, uno es consciente de que, en el fondo, está participando de una farsa. A Dios se le acaba el punch apenas pasa la primera semana de enero. Mas, si somos justos, la culpa es de los hombres. Dios les deja decidir (o bien, Dios no existe y, por lo tanto, jamás tuvo punch).

Navidad es instante. Un instante que, por cierto, debe ser perfecto. Qué dirán los invitados si no servimos sidra de importación. Qué dirá la esposa de tu tío Falopio si el lomo no es lomo. Qué dirá la tía de la esposa de la prima de tu cuñada si no tenemos a Handel en el repertorio musical de la casa. Allá va uno (bueno, no yo, ni me han contado, pero imagino que pasa) al Mixup preguntándose si Handel está en la sección de salsacumbeando o en la de clásicos de la banda. Espejismos. La cena se proyecta perfecta, desde los alimentos hasta la mecánica del intercambio (claro, hay que dar un regalo decente, no vayan a decir que aquí somos nacos). En suma, se trata de pintar la casa como para que la naca familia no note que el anfitrión es igual de naco que ellos. El orgullo se salva cuando se habla bien del local.

La mecánica de la perfección es explotada (o quizá sugerida) por las malditas empresas represoras. Las plazas comerciales son una apología al lujo. Los que cagan fino van por ahí, apestando con su perfume, cargando mil y un bolsas con mercancía que en el Centro valen diez veces menos y son de mejor calidad. Pero en el pinche Centro no tienen etiqueta. El lujo tiene tintes ridículos: el perro estrena en Navidad una camita de seda; el cabrón la guacarea al día siguiente de pavo. El mefistofélico dueño o dueña de aquellas marcas de cuyo nombre no quiero acordarme, sonríe complacido. El Niño Dios es buen negocio.

Algunos pudientes que quieren salir en la tele o en las revistas que nadie compra, porque nadie pinches lee, hacen algunos donativos a los que cenarán frijoles el veinticinco. La escena es asquerosa: la hipócrita clase alta, la miserable clase baja que asume su papel de víctima y espera, sólo espera beneficios sin mover un dedo. Los hay. Al pobre no hay que adornarlo, hay que ocuparlo. Al rico se le condena, pero si nosotros tuviésemos el mismo poder adquisitivo, el rico nos sería indiferente.



Hay un cuento muy cursi, muy ñoño, muy tierno y muy cristiano que se llama “El sueño de María”. María, madre de Dios, le cuenta a José que había soñado que, en el día de nacimiento de su Hijo, la gente hacía una fiesta glamorosa, estridente, colorida. Todo era risa y diversión, pero el festejado no era Jesús. Terrible contraste. María se consuela con que todo era un sueño, dejando al lector creyente con la sensación de que la fue concebida sin pecado, les acaba de meter lo impronunciable por agujero del pundonor. Yo no soy tan drástico. Ignoren a Cristo, no hay pedo. Él es una representación de la divinidad, como lo es Buda o Mahoma. Mientras cultiven los valores más nobles de las religiones, todo bien. Pero no seamos hipócritas.

No coloquemos el nombre de Dios en acciones banales. No aboguemos por la concordia (si se fijan: “con-“, “cardio”) entre los hombres cuando apenas el día de ayer le reventábamos la madre al vecino imbécil que estornudó muy feo y nos espantó al gato. No hablemos de paz si mañana aplaudiremos a quien recete de insultos ingeniosos al Copetón de mierda. No digamos que amamos o queremos al de junto, pinche cuate que ni conocemos, sólo por ser Navidad; no mamen. Las reglas de cortesía, moralidad y lógica destrozan todo lo anterior. Quizá Dios desprecie más a los hipócritas (estoy seguro que lo leí en alguna parte). ¿Han visto esa película mexicana donde un Niño Dios güerito y simpático hace volar unos canarios? Cuando ya es mayor, su primo Juan el Bautista, interpretado por un fulano que ahora no importa, grita a los malosos con enjundia chocante, sentimiento de telenovela barata: “¡Raza de víboras!” Así imagino que Dios les grita a los hipócritas, manga de cabrones falsarios.

Que la Navidad, pues, sea si quieren un instante. Pero un instante honesto, puro, desnudo de pretensiones, de bondadosos actos derivados de un deber impuesto y no nacido. Si quieren matar al vecino, adelante. Si de pronto lo aman como Jesús amó a sus discípulos, adelante. Pero que todo sea de corazón. El verdadero significado de la Navidad (si es que no lo ha perdido) es… bueno, no sé. Pero si es bueno y divino, no tiene cabida en corazones hipócritas. Aquéllos que ardan.

Y, como debo ser coherente con mis palabras, les deseo Feliz Navidad a quienes me lean. A quienes no también. De los primeros, quizá hay unos que les deseo con más honestidad que otros. De los segundos, también. No creo que haya entre quienes me lean alguien que no le deseé Feliz Navidad, debe estar en el segundo grupo, pero si está acá, muérete puto (sí, es masculino; no, no es quien creen… o quizá sí).


Abur.

viernes, 19 de diciembre de 2014

El fin de la historia

No era extraña para Däsderf aquella situación. Con una sonrisa amarga, desde el fondo más húmedo de su celda, recordó cuando en Thíoen, atado a una columna que hendió la carne de su espalda lenta y mecánicamente, miró por vez primera los barrotes de una prisión desde su interior. En aquella ocasión su ejército organizó un rescate precipitado, mas eficaz. Pero eran otros tiempos. La guerra se había reactivado luego de diez meses de pasividad fastidiosa y Thíoen fue, en verdad, una de muchas batallas minúsculas y terribles que marcaron el punto final de otra historia. No ahora; ahora la paz consumada sonreía hipócrita a las potencias que buscaban el mínimo pretexto; ahora, en verdad, cada quien era responsable de sus propias guerras. Däsderf lo sabía, por eso rechazó cuatro veces el recurso del abogado ansioso de firmar un eventual, masivo llamado a las armas: la misión era personal y su éxito o fracaso dependía de sí mismo.

Está de más decir que había fracasado.

El carcelero, que compartía el segundo nombre de Däsderf, se plantó frente a las rejas y clavó su mirada en la figura encorvada del caballero Plateado. Éste sintió la mirada, pero permaneció en su posición: media flor de loto con los brazos sobre las piernas, las manos sosteniéndose una a la otra. El rostro bajo, ojos cerrados. Así pensaba mejor, si bien es cierto que su pensamiento vagaba entre infinidad de situaciones, muchas de ellas totalmente incoherentes, como qué habría de comer en ese mismo instante en la casa de su amigo, el almirante e ingeniero capitán segundo “el Pollo”.

El carcelero, molesta y necesaria metáfora de la realidad, rompió el ensueño:

—La princesa pide permiso para verle, Plateado. ¿Le doy entrada?

Däsderf, abrió los ojos primero, con la rapidez de quien ha tomado una decisión. Un segundo después, alzó la cabeza lenta y dignamente. Echó hacia atrás los hombros con un suspiro y, sonriendo, respondió:

—Esta es su prisión. ¿Por qué pediría permiso?

—Hay reglas, señor —titubeó el carcelero.

—No —corrigió Däsderf—. Ella teme entrar. Es eso.

En retrospectiva, había sido fastidioso. Las defensas del castillo eran invulnerables para un hombre solo, sin embargo, las órdenes de la princesa habían sido tan sólo utilizar una tibia ofensiva que caía, casi, por el impulso propio de quien teme fracasar. O herir. O conocer: Däsderf tendría que haber llegado a la Cámara Real y asesinar (digámoslo de una buena vez), a cierto príncipe que planeaba hacerse del reino y dejar a la legítima heredera con nada. Däsderf nunca supo si la princesa se enteró: si la tibia defensa (único poder que no había perdido, el de proteger el castillo) era un plan para facilitar las cosas, o si Su Excelentísima Realeza era muy mala estratega y en verdad confiaba en el judas y quería, pero no podía, detener al quijote. En cualquier caso el caballero leía lo mismo: miedo.

—Le recuerdo que usted es prisionero de guerra y le debe respeto a Su Majestad —increpó el carcelero.

Una de esas sonrisas desdeñosas, de las que uno usa cuando sabe más que el otro, cruzó como veneno la faz de Däsderf.

—Su Realísima Alteza no me derrotó, carcelero… —la pausa acentuó el desdén con que fue dicha la palabra— yo me entregué. Y, por cierto, en ningún momento hubo declaración alguna de guerra. De su parte —añadió, porque mentiría si él no consideró como tal su infértil misión.

La princesa debió ser muy querida por sus súbitos, porque el carcelero lanzó una mirada cargada de odio al insolente caballero. Éste la sostuvo no por desafío, sino porque creyó merecerla. Apretó la mandíbula y, bajando la mirada, musitó apenas:

—No. Que no pase.

Si se había entregado era porque, estando tan dentro de su misión, volver atrás en silencio hubiese sido deshonroso. Además, había visto los restos del espurio príncipe arder, no muy lejos de la Cámara Real, con el aire de quien ha muerto por accidente. Incapaz de sentir lástima, odió no ser él quien hubiese cortado de tajo el hilo que el alma de su obsesión sostenía con los dioses. Aquel día (aquella tarde que acariciaba la noche), levantando la mirada a la torre, vio luz en la Cámara de la princesa. Fue entonces cuando corrió al aposento y ella le negó el paso y le regresó la tiara de plata. Una última ofensiva, tras los veintiocho escalones, le salió a paso. Apenas más agresiva que las anteriores, Däsderf la ignoró y volvió a su refugio. Al amanecer se entregó. Por consideración, la princesa le permitió portar el Brazalete y la bolsa con sus provisiones, incluida la diadema.

—No puedo admitirla aquí —continuó—, no ahora. No hoy. No sé cuando, no sé cómo. No sé si en verdad querré verla… otra vez.

Tiempo atrás, en un mundo que parecía otro, Däsderf había invitado a la princesa al río que cruza el Bosque Trinë. Suave, silencioso río que desemboca tranquilo en el lago Tefazi, justo frente al Templo de los Cuatro Sabios. Barcos de plata, construidos por los sináe, navegan con calma los ancianos árboles que, de noche, se iluminan con el reflejo de las antorchas en la superficie como espejo puro de las aguas. Esa noche, Däsderf había contado las estrellas que cabían en una gota del lago y le había regalado la tiara con la advertencia necesaria: “cuídala mucho”.

—Su nombre, en el pico de la luna. Faro de celúrea luz. Mariposa de nevadas alas. Rosa sonrojada con mi sangre… ¿Qué mar de epítetos no cayeron, como cascada, de la inspiración de la Plata?

Todavía los tambores resonaban en sus oídos. Golpe tras golpe, rítmico latido de un monstruo gigante que, en el camino real, bloqueaba las puertas del palacio. Fue quizá el único reto que hubo en la misión: uno que la princesa no controlaba. Montados en búfalos desproporcionados, trece guerrilleros, bastardos de demonio, habían hecho el suficiente daño como que para Däsderf, superviviente de batallas más escandalosas, tuviese miedo de caer. Pero allá, al noreste, su estrella le guiaba.

—Los dioses me habían mandando las señales. Pero, como sucede con los dioses, su mensaje fue claro tan sólo al final, cuando el tablero vacío de oportunidades sólo conoce el mate. ¿Sabes de lo que hablo? Se hace suficiente oscuridad en la demasiada luz para distinguir el fatal signo. Inconfundible trazo que marcaba la tendencia desde el inicio.

Había caminado hacia las celdas. Con la tiara aún en la mano, tocó la puerta de roble que se abrió al primer toque. Tremenda ironía, la puerta de la Cámara era de cristal. Los guardias, que nunca en verdad le cazaron, pensaron que era un emisario del reino vecino y que había entrado ahí por error. “Mi nombre es Däsderf Fasdeeli. Me manda la princesa Niëbya. Soy su prisionero.” Incluso el enunciado, que procuró entonar con dramatismo, fue ridículo: los guardias le obligaron a esperar en la oficina del director mientras consultaban con la princesa. El mensaje nunca llegó o ella nunca respondió, el chiste es que Däsderf se metió adrede luego de insultar a dos o tres guardias, sólo para formalizar al asunto. Tres horas después la princesa concedió el permiso sobre el Brazalete y la bolsa. Nada más. Hasta ese día, en el que, tímida, pedía audiencia.

Däsderf se levantó y, dándole la espalda al confundido carcelero, miró por la pequeña ventana que había en la celda. La vista era horrible: daba directamente a la torre de la Cámara. Tras unos segundos de silencio, cerró los ojos y recargó la frente en los barrotes de la ventana. Helaban. Däsderf oprimió con más fuerza la frente, ignorando la gélida sensación. Todo se había acabado, qué importaba más dolor. Quizá el carcelero notó una fuerza de la que compartía sus principios, porque esperó a que el Plateado volteara a verle. La marca del metal en la frente, poco estética, estaba roja de tanta presión.

—Que no pase —dijo.

—¿Alguna razón en especial… General?

—No es lugar digno para Su Alteza… En cuanto cumpla mi condena… yo mismo la buscaré. —Luego añadió, como para sí mismo—: “No entres…”  

Era absurdo. No había ni siquiera cargos, menos condena. Pero sobraban las explicaciones. Däsderf sabía que la princesa tomaría la estúpida justificación como lo que era: un rotundo no, nulas razones que pudiesen explicarse entonces.

El carcelero salió, haciendo sonar las llaves con sus pasos. Minutos después, solamente, Däsderf notó que había dejado una carta en el piso de su celda. Inconfundible, la letra de la princesa en tinta azul mostraba franco algún mensaje. Dudó.

A mediodía, cuando las campanas del templo de Elwa llamaban a la Fiesta de la Rosa, Däsderf quebró los goznes de su prisión. Los guardias habían salido a la procesión: sólo había un recluso, general Plateado, demasiado noble como para escapar. La imponente puerta de roble se abrió sollozando, como si se hubiese desgarrado una tela hermosa. Una hora después, Däsderf miraba las murallas desde el Paseo de los Nobles, muy lejos ya como para distinguir la ventana de la Cámara Real. Una lágrima, una sola, en la que cabía una sola estrella, se ahogaba en los párpados para no caer.


En el piso de la celda, sin tocar siquiera, seguía la carta.

jueves, 11 de diciembre de 2014

La guerra ha terminado

“No entres”, le dijo, y él se detuvo en seco, no tanto por la orden, sino por la dulzura con que le fue dicha. Detrás suyo aún humeaban las últimas posiciones que el enemigo había colocado a modo de defensa. La noche caía, obviamente, como caen las noches de diciembre: frías y melancólicas.

Ella se incorporó del diván donde leía un libro. La pasta de un azul oscuro, brilló más que las letras áureas que delataban el título. La seda esmeralda de su vestido se deslizó como un susurro, acompañando los pasos que le separaban de él. Coronaba sus sienes una tiara estrellada color plata; una sonrisa triste acentuada por los aladares de su cabello condensaba un mar de sílabas y palabras que no se dirán ya nunca.

“No entres”, repitió, y lanzó un vistazo perdido a la ventana. El magnífico palacio callaba, las sombras se habían ido pero la luz que la noche proyectaba no era la de la luna. Él envainó la espada y ocultó la mágica armadura que generaciones más dignas le habían heredado. Un aroma desconocido le trazaba invisibles símbolos para su lira. Él supo que no debía cruzar el umbral; que camino al aposento, mientras libraba la eterna batalla contra sí mismo, ya estaba escrito el desenlace de su historia.

“No entres”, eso decía y lo supo hasta entonces, hasta el final, cuando todas las piezas al fin habían encajado. Ella se llevó las manos a la cabeza y retiró con solemnidad la corona de plata. Sus cabellos ocultaron el rostro: él juraría que ocultaban una lágrima. De sus manos, él recibió la corona preciada. Todo le dolió entonces, todas las heridas insignificantes que hasta entonces había orgulloso mostrado, se precipitaron en un solo punto que se quebró al primer latido. Sin la tiara, ella sólo parecía más bella; más bella con esa sonrisa triste que, en cambio, conservaba una cosa: el recuerdo de un poema.


Él dio un paso atrás, rechazando el beso que se hubiese plantado en la mejilla. Con una profunda reverencia, saludó por última vez a la princesa y bajó los dos tramos de catorce escaleras hasta llegar al punto de inicio. Cayó de rodillas. Se apagaban las luces del cielo. La guerra había terminado.


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