Todo muere:
todo se condena al fin apenas nace;
la vida no es sino muerte
que se corona el día de la putrefacción.
Todo muere:
todo cae,
todo se precipita a la derrota:
la luz es una máscara,
ilusión:
el infinito es oscuro.
Todo muere:
nuestra intrascendencia se viste de himnos
que el tiempo -la muerte- devorará algún día;
lo que persiste es el olvido.
Todo muere:
yo muero,
tú mueres: te apagas,
te diluyes,
te condensas hasta ser una sombra pálida
que pasa y corta,
vacía mi corazón de sangre y arena.
Desfiguros literarios. Vómitos intelectuales. Quejas insostenibles. Suicidos de plastilina. Versos semiprofesionales. Bach, a veces, pero en el Tuiter. Batman no aprueba este blog.
jueves, 29 de enero de 2015
jueves, 15 de enero de 2015
Los miserables
Le despertó el fuerte olor que subía
pesadamente desde la calle. Mugre, sudor, sexo. Sangre, la sangre seca del
asesinato del día anterior. Se peleaban por cualquier cosa, cien gramos de
blancanieves que debían ser de uno o de otro. Una vieja desnuda de la cintura
para arriba desplumaba una gallina negra. Masticaba su propia saliva y de
cuando en cuando gritaba obscenidades a los transeúntes que evitaban mirar
hacia ese callejón olvidado de Dios.
Con los ojos aún cerrados, el hombre intentó
recordar qué tanto alcohol había bebido la noche anterior y si todavía
alcanzaría un poco para el desayuno. Era mediodía.
Un niño con el hambre de dos días se asomó al cuarto donde la luz se tiraba al
suelo. El hombre lo sintió de inmediato, pero ignoró la presencia de su hijo
hasta que lo tuvo enfrente. El niño le tocaba tímidamente el hombro, creyéndolo
aún dormido. El hombre entonces se acordó de la mujer y tanteó a su costado,
entre las sábanas. El lecho frío le hizo saber que ella ya tenía mucho rato en
las calles, un día más de trabajo. Se preguntó entonces si su esposa regresaría
ese día (el niño volvía a tocarle, le llamaba casi con súplica) y si traería
comida para el pinche escuincle.
—Záquese de aquí, mocoso —gruñó.
El niño salió, arrastrando los pies. Pinche
chamaco molesto, alcanzó a pensar antes de que la arcada llegase súbita y entonces él vomitara sobre el viejo tapete
a un costado del lecho.
—Puta madre —eructó.
No tuvo más remedio que levantarse por algo de
agua. La cubeta, a la mitad, estaba casi a la entrada de la miserable casa, o
más bien, el cuarto. Sólo había una cama, vieja ya, un par de muebles y una
televisión. Un cuadro de la
Virgen de Guadalupe colgaba en las mugrientas paredes. Los
niños dormían cerca de la puerta, en un confuso amasijo de sábanas, todas ellas
adquiridas por parte de las donaciones que en temporada invernal hacían las
empresas radiofónicas. Mientras bebía con desgano, miró las latas vacías
amontonadas muy cerca de la ventana y se acordó de que los de la fundación no
habían llevado comida en la semana. Malditos tacaños, pensó, y arrojó el vaso
plástico hacia el diminuto resquicio que hacían las cortinas frente a la
ventana sin cristales. Erró, blasfemó y salió del lugar. Su hijo lo interceptó
en el pasillo, pero él lo apartó de un golpe.
El edificio, con unos cuantos cuartuchos más,
le pareció molestamente lleno. A esas horas del día se llenaba de mujeres y
viejas que regresaban de su colecta por los basureros de la ciudad. Los pisos
de arriba eran los de las putas y por el momento sólo tenían, acaso, un par de
encuentros. Había un baño en cada piso y todos estaban descompuestos. El
hombre, al salir, se preguntó cómo había acabado ahí. Al ver a la vieja que
desplumaba a la gallina sintió asco, pero no de sí mismo, sino de los demás.
—¡Pinche vieja fea, por su culpa este lugar
está de la verga!
La señora contestó con insultos no menos
fuertes, pero él la ignoró. Tenía hambre y ya sólo tenía doscientos pesos para
el resto del mes. Sin rumbo fijo, vagó por las calles mascullando insultos al
gobierno. Ojetes, se decía, ellos muy chingones con sus pinches salarios de
millones y uno aquí, muriéndose de hambre. ¿Qué nos han dado este año? Unas
pinches sábanas. Como si de eso tragara uno. Luego el pinche partido con sus despensitas
de mierda. Cómo chingados quieren que coma uno con una puta bolsa de frijoles y
una de pinche arroz.
Entró a un autoservicio y se compró una botella
de aguardiente. Unos chiquillos que estaban en la tienda escogían dulces de un
aparador colorido Los señalaban como si señalasen animales de un zoológico. Los
padres los reprendían cariñosamente, les decían que solo escogiesen uno. El
hombre chasqueó la lengua. Los niños nomás sirven pa’ chingarle la vida a uno,
pensó. Pinches mocosos pedinches.
Salió de la tienda. Un cartel en la pared pedía
la renuncia del presidente. Claro, ese pendejo no sirve para nada, masculló,
con aire filosófico. Se parece a mi vieja, añadió, satisfecho por la broma. Su
vieja, que era diez años más joven que él, en casa de su madre, y con la niña.
Ahora con qué chingadera le iba a salir esa perra, qué puto chisme le iba a
soltar a la bruja de su suegra. ¿Qué la golpeó? Que no chingue, ella no era
nadie como para andarse metiendo en su vida.
Su vida. Criado en un barrio tan miserable como
el que habitaba, con una madre ninfómana (él ignoraba la existencia de la
palabra) y un padre que había muerto por andar descargando plomo a los
oficiales. Todo mal. Lo único bueno había sido un sacerdote joven, muy bueno, que le dejó dormir no pocas veces en
la capilla. El primer día había sentido miedo ante el silencioso, frío y hueco
edificio que vigilaban tres santos con expresiones lastimeras. Un Cristo de tamaño
natural, acostado en una cama de seda púrpura, sangraba con los ojos cerrados.
Terrible fascinación que esa imagen le producía, como si experimentase gozo en
las llagas, los miembros exangües, el labio entreabierto que sugería el último
grito del Mesías en la cruz. El sacerdote le había explicado lo que
significaba: en aquel muerto descansaban los pecados del hombre.
—Por eso debemos portarnos bien —decía el padre
y palmeaba cariñosamente al niño— para que Cristo no sufra más por nuestros
errores.
Leche tibia, pan de dulce. En un par de
ocasiones intentó convencerle de que se inscribiera al seminario. Y el niño quería
y no podía: no sabía dejar atrás a su madre, no sabía cómo aceptar en su vida
al Cristo muerto y frío que cargaba las iniquidades de sí mismo, de sus padres.
El sacerdote murió cuando el hombre, entonces
joven, no pasaba los quince años. Huyó de casa y fue como si se abandonara a sí
mismo. La primera vez que tuvo que matar para comer, sostuvo en sus brazos el
cuerpo de su víctima como María hubiese sostenido a Cristo, el Cristo terrible
de su infancia. Llovía y la lluvia lavó el cuerpo y el hombre decidió que Dios
no había muerto para él. Merecía todo lo que le pasara.
Se odió. Y se enterró en las miasmas de su
desprecio y se hundió y hundió todo lo que lo tocaba, porque significa que era
parte de él. Se instaló en el mundo más borroso de la sociedad, el que se
confunde con la basura en las esquinas. Reptaba por las noches en las
alcantarillas, como mitológico ser de leyenda; se alzaba mugroso y glorioso al
amanecer, robaba, engañaba, se precipitaba al abismo de lo indescriptible.
Evitaba pasar por las iglesias porque le causaba un llanto tierno e infantil y
era cuando se veía al espejo, miraba sus manos manchadas de sangre ajena y
elevaba plegarias desesperadas a un Dios que le mostrara una poca de luz.
Interrumpió sus pensamientos las campanadas de
una parroquia. La ciudad, a sus espaldas, rugía feroz en su cotidianeidad. ¿Era
demasiado tarde? A unos pasos, una pareja de recién casados franqueaba las
coloniales puertas del templo, bajo la algarabía general y la lluvia de
papelitos de colores. La sociedad que tanto había odiado, de la que siempre
esperó y, a cambio, no dio nada a cambio, le pareció por vez primera hermosa y
buena. ¿Era demasiado tarde? Y si no lo era, ¿cómo empezar? ¿Qué hacer?
Con lágrimas en los ojos, se acercó a la
iglesia. Quería entrar de nuevo, quería sentirse como cuando niño todo estaba
bien. Volver a ser lo que fue. Salir de aquel asqueroso lugar, conseguir un
trabajo, ser amoroso con su familia. Ser lo que sus padres jamás fueron para
él. Y se visualizaba nítidamente, tomado de la mano de su mujer y sus hijos,
saliendo de aquella misma iglesia, casado al fin y riendo. Y sus hijos irían a
la escuela y no serían la basura que él siempre había sido. ¿Cómo empezar, qué
hacer? ¿Cómo sanar las heridas del Cristo eternamente lastimado?
—Fuera de aquí, asqueroso mendigo.
Una de las personas que participaba de la
ceremonia nupcial se le acercó con notorio asco, como si estuviese alejando a
un perro sarnoso de una alfombra persa.
—No, señora… —el hombre dejó con cuidado la
bolsa que tenía la bebida en el suelo y levantó las manos en actitud inocente.
—¡Fuera de aquí o llamo a la patrulla! —chilló
la mujer que le extendía un billete de cincuenta con la punta de los dedos. El
hombre, confundido, se acercó unos pasos y la señora gritó y brincó hacia atrás
—. ¡Largo, largo asqueroso vago!
Para entonces dos señores se habían acercado,
junto con el párroco de la iglesia. Uno de ellos le extendió con igual asco
otro billete, este sólo de veinte. El sacerdote le pidió que fuera a sentarse
más lejos, que ahora estaba molestando a los presentes. Las lágrimas del hombre
pasaron de la revelación a la rabia. Retrocedió unos pasos, sin tocar el
dinero, y uno de sus pies dio de lleno contra la botella, la cual cayó y se quebró. El contenido se derramó como un lágrima.
—Para colmo, borracho —dijo la mujer por lo
bajo.
El hombre vaciló, cambió el semblante y quiso
aproximarse. Quería golpear a la mujer, sacudirla de los hombros, gritarle a
todo mundo que no quería ser él, pero
que no sabía cómo empezar a no serlo. El más robusto de los señores se interpuso
en el camino del hombre y lo empujó hacia atrás. Cayó de espaldas, raspándose
un poco la palma de la mano. El sacerdote se había alejado ya, para posar por
enésima vez con la pareja para la fotografía. Tendrían una linda fiesta, y
comentarían como anécdota curiosa que un drogadicto había llegado al final, a
pedir dinero.
El hombre, en el suelo, sintió que algo se
rompía dentro de sí. Regresó al cuarto con rostro inexpresivo y se encerró para llorar a gusto, como un niño al que se le había muerto la madre
repentinamente. Cuando su hijo llegó, no supo hacer otra cosa más que molerlo a
golpes. Si de todas formas todos acabaremos de la chingada, pensó. A la mierda
con la educación, que la vida eduque a este pendejo.
Y se fue con las putas.
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