sábado, 13 de febrero de 2016

Ave, Cupido, morituri te salutant

I
 
Otros hablan. Ríen. Presumen entre ellos sus hazañas en otras arenas. Con orgullo ridículo giran su impura arma; vociferan en hiperbólico número las flores cuyos pétalos se han rendido a sus pies. Otros no se engañan: son el volcán, son la ira, la fuerza. Otros se descubren el pecho, limpio de heridas, joven e hinchado. Otros son el hombre.

II

Yo la alcanzo a mirar a través del enrejado que separa el bullicio de la arena donde el mundo cruel nos verá pelear, brillar, triunfar. Somos un espectáculo. Siempre seremos tema de conversación, siempre los pasos de otros estarán atentos a nuestros pasos firmes, de acero. Yo sólo la miro. Pasa su mano tras su oreja. Se acomoda el cabello. Es curioso: se ve muy bien con la túnica de pálido mármol. Sonríe. Siempre tiene una sonrisa. 

Ella no lo sabe, pero sonríe para que nadie note su corazón quebrado.

III

He mentido. Yo no brillo. Yo no triunfo. Soy el gladiador que nadie conoce. El que nadie sabe que sigue ahí. Mi pecho es débil. Lo oculto para que nadie lo vea tatuado de cicatrices y marcas de convalencias antiguas. De mi no se habla. Yo no existo. Otros hablan, gritan. Otros se han tirado a dormir. Yo le temo a la fama.

Quizá lo soñé. Alguien, una vez, creyó verme. Pero sí fue un sueño. No hay flor que lo confirme.

IV
Ella sonríe. Se ha sentado en el estrado de Sia. Ella es el papiro. Ella sonríe. Sabe que el espectáculo de abajo no le corresponde. No es para ella. Ella estará detrás, mirando a quienes miran; evaluando a los sedientos de lujuria e información falaz. Se ha sentado. Sin prisa, la bebida oscura recorre las jugosas grietas de unos labios que se han sellado; el mar la besa. Sin prisa, desabotona del racimo la uva más negra. Sin prisa, sus labios capturan la uva. Su beso es la muerte. Y la uva sangra por la comisura de sus labios. Pero ella no la está besando.

V

Ha salido. Su nombre es vocativo. Ave!, le ovacionan. Algunos se abalanzan y los guardias deben recurrir a la violencia para retirar a la gente. Él porta el carjac. El terrible carjac. No importa. De este lado tengo su nueva herida. Habla. El vulgo aulla. Se desmorona. Exigen espectáculo. El trofeo voluptuoso: el canon.

Si no quieres ese oro, si no quieres laureles, si no quieres la Victoria, ¿por qué luchas?

Un trofeo desnudo. Trofeo vulgar. 

Lucho por quien no me verá triunfar.

VI
Suenan las trompetas. Nos recibe la ridícula fanfarria. Las puertas se abren, bruscas. Liberan a la bestia. Estampida. Salgo el último. La arena ruge. Las espadas ajenas relucen, imponentes, ante el riesgo mínimo. Se lucen. El público se engaña. 

La derrota sabe a la grava que alguien, accidentalmente, ha manchado de sangre propia. Sabe a metal. Sabe a grandeza. Sabe a calor. Sabe a silencio. Sabe a horas de inmovilidad. A frío.

Las batallas más grandes comienzan en el silencio. Se forjan en la soledad. Quien batalla, calla. El silencio es aliado. Y verdugo. La primera ofensiva es la propia. Hay que vencerse. Imponerse al miedo. A la mediocridad. Al dolor. La soledad es elixir. Y cicuta.

¿Existes? No.

VII
He salido. El sol siempre hiere a quien se ha acostumbrado a la noche. Nada existe más que ese mechón que saluda al cielo tras el papiro sabio. Nada es más que esa sonrisa. Esa que junta los pedazos de un corazón quebrado. Esa que empuja. Esa que piensa. Esa que deslumbra desde el pico de aquella montaña que una leyenda vieja ha convertido en la casa de la canción. Nada más.

Ella es.

Ave, Cupido, morituri te salutant


miércoles, 3 de febrero de 2016

La marcha de la derrota

I

De la entraña nacida sombra,
funesta a la garganta asciende
y asfixia.

Es la guerra.
Bella. Como una luna que se ha lavado la cara
en sangre.
Radiante. Risueña. Seductora.

Las armas quebradas, con nueva voz, tililan.
Repican y cantan
un canto viejo:
el que hizo al hombre.

–Somos hijos del odio,
de la muerte,
del terror;
la guerra nos ha formado–

Una espada de nombre olvidado
–y por eso mismo, hermoso–
de pronto sonríe
y su fulgor súbito, de fuego y rosas,
ilumina en seductor rojo la noche clara.

La luna ondea en el horizonte azul.
Una estrella se desprende de ella
y cae como una lágrima.

Funesta, hermosa. Es la guerra.

II

El guerrero tiene en el alféizar una rosa.
Afuera, los tambores.
Uno, dos, tres.
Marcan el ritmo de la marcha a las llanuras
donde las armaduras se oxidarán, más adelante,
bajo la lluvia.

Estremecen los cristales de azul noche,
la rosa tiembla apenas: uno, dos, tres.
Palpita.
Un corazón al que se le caen los pétalos.

Al pie del florero resquebrajado,
un hilillo de sangre se precipita al olvido.

III

La rosa muestra su aroma
cargado de dolor y luz
mientras el guerrero interpreta sus pétalos marchitos.
En las oscuridad, detrás suyo,
los trofeos gloriosos de sus derrotas:
un escapulario de cuentas diamante
que portó la desconocida niña que sonrió hace tanto;
la partitura a una canción que se ha olvidado;
una hoja manchada de quien se pinchó el dedo
para verse más hermosa;
una estrella que se apagó en cuanto tocó tierra.

En la mesa, abierto aún, el Inferno.
Sus tercetos acarician
y el guerrero tiene miedo de cerrar el libro
porque sabe que tiene que estar ahí,
en esa página, esperando a que regrese de la cruel, dichosa batalla.

IV

Cuando marches al Hogar del Fuego y las Luces,
ven a verme en el Puente de la Vida, le dijo.

Lo más bello de ella es su risa.
Su risa son cascabeles.
Su palabra es la de Palas.
Y en sus ojos hay un cansancio bello,
el del primer sueño,
que sonríe a la par de sus labios.

Tiene su pañuelo.
Verde bandera y blanco.
A veces lo coloca junto al pecho
sin aparente razón.

Lo más bello de ella es su risa.
Cascabeles.
Y un mechón –siempre es un mechón–
que sonríe al cielo con ella.

V

Los pétalos marchitos son el lecho de la muerte.
Una tumba que se olvida.

Hace frío.
Uno, dos, tres.
Se alejan los tambores.
La sangre se ha secado.
Dante sigue abierto.
Pero el guerrero no ha salido a marchar.


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