jueves, 26 de septiembre de 2013

Sueño II

Hay una escapatoria,
se llama sueño.

Ahí visto de plata;
porto un estandarte que presume la luna
y dos o tres estrellas.

Acaricia un sol inofensivo,
jardines que me son familiares,
el apartamento número cuatro donde duermes.

Sin preguntas, sin más, sin nada que estorbe.

Es mi sueño.
A veces ni siquiera allí brota la palabra
amor
de mis labios.
Pero te abrazo,
y algo del color de la valentía
me inunda y sé que sabes que estás segura
de los miedos y de las lágrimas;
sé que sabes
qué hay detrás de mis suspiros.

Allá, en el nebuloso mundo de la breve muerte,
doy definitiva a la sombra que apaga tus estrellas.
En silencio acepto mi papel de ángel negro,
de calamidad,
de contradicción,
de corrupción definitiva:
mancho esa argentina envestidura
y soy señalado por los Arcanos de mi mundo.

No importa. Sonríes.

Seré expulsado del hipócrita Consejo Plateado,
pero sella tu beso mi íntimo delito.

Despierto, aferrado a mi utopía.
No soy la Plata. No soy la idealización.

Soy yo.

Saboreando los últimos trazos

de ese bendito sueño.

jueves, 12 de septiembre de 2013

México

México hereda su nombre de la ciudad que fuera el ombligo de la luna desde el siglo XIV y hasta principios del XVI: Meshico-Tenochtitlan. Así, con la pronunciación original. Su unión la debe a la Corona Española, que todavía entrado el XVII intentaba imponer su presencia en el norte del país. Su independencia es criolla, pero ganada por el mestizo: el doloroso hijo de dos culturas. Su identidad nace en el XIX, tras la Intervención Estadounidense, de amargo recuerdo y madura con las peripecias de Napoleón III. Se redefine tras la Revolución y todavía hoy, casi un siglo después, se sigue preguntando quién es.

¿Quién eres México? ¿El sabio maya, olvidado por la selva yucateca, perdido en las profecías tristes del Chilam Balam? ¿El bravo mexica, orgulloso guerrero águila del último tlatoani? ¿El grandioso teotihuacano, donde nacieron los dioses? ¿El altivo Santa Anna, el héroe Porfirio, el intocable Juárez, el soñador austríaco, quien cuyo nombre no figura pero forjó la Historia al lado del zacapoaxtla, del zapatista, del carrancista? ¿Eres la Heroica Veracruz, la Gloriosa Puebla, el oscuro Chapultepec, el victorioso Querétaro, el Trágico Zócalo de diez días, el doloroso Tlatelolco?

¿Eres quien marcha? ¿Quien alza la voz? ¿Quien calla? ¿Quien gobierna? ¿Quien sufre? ¿De izquierda o derecha? ¿Quién eres? ¿El que ama el futbol o el que le odia? ¿El que ve la novela o la repudia? ¿El que cree en su democracia o duda de su existencia? ¿El de la UNAM o del Tecnológico? ¿El campesino o el empresario? ¿El taxista o el piloto de carreras? ¿El pesimista o el optimista? ¿El que ve avances o el que ve retrocesos? ¿El que critica la riqueza o el que sueña con ella? ¿De la costa o del campo? ¿De la sierra o de la ciudad? ¿Guerrerense o zacatecano? ¿Campechano o Chihuahuense? ¿Chiapaneco o Guanajuatense?

Yo sé que eres todo, México.


Sólo tienes que recordarlo.


martes, 10 de septiembre de 2013

Promesa

El pasillo, apenas iluminado por breves antorchas, refleja la tensa calma de aquellas noches. Afuera, no muy lejos, las luces aumentan en número, amenazadoras, y él sabe que sólo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano, sobre ellos caerá el fuego.

Pensativo, como midiendo los pasos que apenas susurraban en la alfombra teñida de rojo sangre, cruza el mal alumbrado corredor. Se detiene de golpe. De cara a la luz de luna, en el alfeizar, proyectando vaho en el cristal, lo estaban esperando.

—¡Tú! —dijo, intentando controlar la alarma en su voz.

—He vuelto —respondió el desconocido simplemente.

—Sobreviviste.

El desconocido resopló desdeñosamente.

—Lo juré —dijo.

—No, no pu-, no puedes. —tartamudeó el otro —No puedes. —reafirmó —Estamos en guerra.

El desconocido descendió del alfeizar. Herida aún fresca en la mejilla, sucio el rostro pero digno, venda limpia bajo el hombro con algo de sangre en ella, armadura ligera, escudo, espada. Expresión seca, dura, fría.

—Sin embargo, —apuntó —sigues aquí.

—Mis funciones son otras.  —susurró él apresuradamente.

—Y a pesar de todo, —dijo el desconocido con cierto fastidio —te las das de militar. Nos quieres impresionar. Darnos algo que no eres.

—¿Y tú? —replicó él, irritado.

El desconocido no respondió. Desenvainó su espada con cierta pereza, tranquilo. Él retrocedió unos pasos, apretando la mandíbula.

—No serás capaz —masculló.

—Te lo advertí.

—Eso no te incumbe. —escupió él, tomando un valor de donde no había casi nada. —¡Ella es mía!

Sereno, con la espada al hombro, el desconocido avanzaba a medida que él retrocedía. Sin embargo, al momento de escuchar las últimas palabras, un brillo furioso oscureció su rostro que volvióse más frío que nunca.
—Ella no es propiedad de nadie —dijo, apretando los dientes.

Él lo sintió. Se puso de rodillas

—¡Perdón, perdón! —suplicó —No volveré a mirarla siquiera, ¡lo juro! ¡Perdón! ¡Mírame! ¿Matarías a un hombre indefenso?

Abrió los brazos, implorando.

El desconocido bajó lentamente la espada, hasta que la punta de ésta tocó el suelo. Con un breve suspiro, reconoció:

—No. —hizo una pausa, cerró los ojos como queriendo capturar un recuerdo. Abrió los ojos. —Pero haré un intento.

Levantó raudo el arma, diagonalmente. Los brazos del suplicante se abrieron un poco más, como aceptando el dolor. Un solo quejido y luego, un largo y pesado suspiro. Cayó de costado, empezando a confundir la sangre en la oscuridad y en la alfombra.

Envainando su arma, el desconocido murmuró:

—Al fin. Ella ya no tendrá que sufrirte.

Camina de regreso al alfeizar. La luz de la luna le da de lleno en el rostro. Vuelve a su posición original, en las sombras.


—Yo tampoco.

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