martes, 10 de septiembre de 2013

Promesa

El pasillo, apenas iluminado por breves antorchas, refleja la tensa calma de aquellas noches. Afuera, no muy lejos, las luces aumentan en número, amenazadoras, y él sabe que sólo es cuestión de tiempo. Tarde o temprano, sobre ellos caerá el fuego.

Pensativo, como midiendo los pasos que apenas susurraban en la alfombra teñida de rojo sangre, cruza el mal alumbrado corredor. Se detiene de golpe. De cara a la luz de luna, en el alfeizar, proyectando vaho en el cristal, lo estaban esperando.

—¡Tú! —dijo, intentando controlar la alarma en su voz.

—He vuelto —respondió el desconocido simplemente.

—Sobreviviste.

El desconocido resopló desdeñosamente.

—Lo juré —dijo.

—No, no pu-, no puedes. —tartamudeó el otro —No puedes. —reafirmó —Estamos en guerra.

El desconocido descendió del alfeizar. Herida aún fresca en la mejilla, sucio el rostro pero digno, venda limpia bajo el hombro con algo de sangre en ella, armadura ligera, escudo, espada. Expresión seca, dura, fría.

—Sin embargo, —apuntó —sigues aquí.

—Mis funciones son otras.  —susurró él apresuradamente.

—Y a pesar de todo, —dijo el desconocido con cierto fastidio —te las das de militar. Nos quieres impresionar. Darnos algo que no eres.

—¿Y tú? —replicó él, irritado.

El desconocido no respondió. Desenvainó su espada con cierta pereza, tranquilo. Él retrocedió unos pasos, apretando la mandíbula.

—No serás capaz —masculló.

—Te lo advertí.

—Eso no te incumbe. —escupió él, tomando un valor de donde no había casi nada. —¡Ella es mía!

Sereno, con la espada al hombro, el desconocido avanzaba a medida que él retrocedía. Sin embargo, al momento de escuchar las últimas palabras, un brillo furioso oscureció su rostro que volvióse más frío que nunca.
—Ella no es propiedad de nadie —dijo, apretando los dientes.

Él lo sintió. Se puso de rodillas

—¡Perdón, perdón! —suplicó —No volveré a mirarla siquiera, ¡lo juro! ¡Perdón! ¡Mírame! ¿Matarías a un hombre indefenso?

Abrió los brazos, implorando.

El desconocido bajó lentamente la espada, hasta que la punta de ésta tocó el suelo. Con un breve suspiro, reconoció:

—No. —hizo una pausa, cerró los ojos como queriendo capturar un recuerdo. Abrió los ojos. —Pero haré un intento.

Levantó raudo el arma, diagonalmente. Los brazos del suplicante se abrieron un poco más, como aceptando el dolor. Un solo quejido y luego, un largo y pesado suspiro. Cayó de costado, empezando a confundir la sangre en la oscuridad y en la alfombra.

Envainando su arma, el desconocido murmuró:

—Al fin. Ella ya no tendrá que sufrirte.

Camina de regreso al alfeizar. La luz de la luna le da de lleno en el rostro. Vuelve a su posición original, en las sombras.


—Yo tampoco.

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