El rey ha muerto. Su ejército, casi
inexistente, pequeños individuos aislados en el campo de batalla, arroja las
armas a los pies de los vencedores. En las afueras del último cuadro, la escena
es desoladora. Los cadáveres se han amontonado en un grupo irregular donde
sobresale, de entre todos los cuerpos y animales de combate, el arma más
poderosa del rey vencido. Dicen que sacrificó su vida en un último,
desesperado, infructuoso intento de rescatar a su caído monarca. Sólo prolongó
la agonía de quien, con la armadura negra que tantas guerras había visto pasar,
yace ahora pequeño e inmóvil ante los pies del obispo ajeno que, con burla, le
lanza la última bendición.
La bandera de la rendición ondea por los
sobrevivientes. Sus posiciones, destrozadas, se llenas de lágrimas que se
confunden con la tierra y la sangre arrastrada por pies ajenos y propios. En
lengua extranjera, se lamentan en silencio. Los rivales se precipitan a ver el
cuerpo ya frío del vencido. El último en llegar es el rey contrario. Viste un
pulcro traje blanco, un pañuelo perfumado intenta menguar la peste de la
guerra. Él perdió a su amada, su cuerpo está hundido en la montaña de carne y
acero que pronto será incinerada sin piedad. Se permite una lágrima de rabia
que sus súbditos interpretarán como un gesto de nobleza. Abandonan el campo.
Los vencidos son pasados a cuchillo y arrojados en el infame fuego que lo
consume todo. El cuerpo del rey vencido es dejado en su rincón de muerte. Las
luces se apagan.
Su casilla, negra también, oculta su metafórica
sangre. Dos amigos se dan la mano. Es un jaque mate.