De las leyendas que se cuentan allá, en el mundo de Däsderf, está una
que es la base de su antigua Orden: la de las Dos Estrellas, el Däsderf IV (a
pesar del numeral, el original) y la princesa Elwïng I, del Castillo Dorado. He
visto los pergaminos originales de esta historia, con sus setecientos años de
antigüedad, con su rima, ritmo y métrica perfectos; su canción en esa lengua
tan ajena y tan bella. No diré mucho, por no ser este el momento de aquella
bella historia, pero esas Estrellas todavía brillan en los cielos del Reino de
Ainstrevel. En ellas vive la esencia de dos amantes que moran muy juntos en los
cielos.
Este Däsderf, el VI, más imperfecto que sus antecesores, visitó ha no mucho los
campos, las montañas, los ríos, el mar apacible de aquellas tierras y mundos
que cuentan historias en cada árbol, en cada roca, en cada silencio, en cada
rumor de los bosques y de su elegante gente. Creo que quería olvidarse de su
mundo, el real, el gris. Ese mundo donde mirar al horizonte es mirar un nombre
lejano, perdido entre la ciudad contaminada, pero pulcro por su sola
existencia.
No lo logró. Ni las canciones en el carnaval de Elwinger, ni la puesta
del sol frente al Templo de los Cuatro Sabios, ni la última bandera negra en la Montaña Blanca , ni la fortaleza
en el Puerto Fásdevul, tampoco la
Cueva donde, se dice, en la Revolución de Segregur,
Däsderf IV y Elwïng I escribieron un mensaje para los siglos venideros; nada
le quitó la espina, nadie le iluminó la cara.
Regresó.
Al aterrizar, fijando la vista a ese punto del horizonte, un pequeño
resplandor le saludaba. Una Estrella renacía. Una Luz inflamaba, se curaba. Era
una invitación a casa, no para él, sino para la Estrella. Renacía ,
creo, cual fénix. Esa Luz que Däsderf ama, alzaba el rostro el cielo. Sonreía. Se
alzaba, ascendía. Una Estrella, una sola. Aquí.