miércoles, 26 de septiembre de 2012

Al-shah-mat

El rey ha muerto. Su ejército, casi inexistente, pequeños individuos aislados en el campo de batalla, arroja las armas a los pies de los vencedores. En las afueras del último cuadro, la escena es desoladora. Los cadáveres se han amontonado en un grupo irregular donde sobresale, de entre todos los cuerpos y animales de combate, el arma más poderosa del rey vencido. Dicen que sacrificó su vida en un último, desesperado, infructuoso intento de rescatar a su caído monarca. Sólo prolongó la agonía de quien, con la armadura negra que tantas guerras había visto pasar, yace ahora pequeño e inmóvil ante los pies del obispo ajeno que, con burla, le lanza la última bendición.

La bandera de la rendición ondea por los sobrevivientes. Sus posiciones, destrozadas, se llenas de lágrimas que se confunden con la tierra y la sangre arrastrada por pies ajenos y propios. En lengua extranjera, se lamentan en silencio. Los rivales se precipitan a ver el cuerpo ya frío del vencido. El último en llegar es el rey contrario. Viste un pulcro traje blanco, un pañuelo perfumado intenta menguar la peste de la guerra. Él perdió a su amada, su cuerpo está hundido en la montaña de carne y acero que pronto será incinerada sin piedad. Se permite una lágrima de rabia que sus súbditos interpretarán como un gesto de nobleza. Abandonan el campo. Los vencidos son pasados a cuchillo y arrojados en el infame fuego que lo consume todo. El cuerpo del rey vencido es dejado en su rincón de muerte. Las luces se apagan.

Su casilla, negra también, oculta su metafórica sangre. Dos amigos se dan la mano. Es un jaque mate.


jueves, 30 de agosto de 2012

Nada


Nubes grises en cielo. Un sueño pesado,
mudo, ciego. El tiempo estancado
a lo lejos, silencio. Surcos en la tierra
que están secos. Y flores. Desnudas,
sin pétalos.

Tus ojos cerrados que callan.
Estrellas apagadas por la noche misma
que nos rodea y nos tapa la boca
y nos ata las manos. Inútiles nuestros brazos
no intentan siquiera un abrazo.

Sin saberlo, nos asfixiamos.
Pueden más los labios sellados, pensamientos
hacia otros lados. Pueden más los infinitos pasos
que el vacío siempre traza

vacío

abismo

nada

no hay siquiera viento que nuestro frío apagara


pues ni el frío, ni eso, pasa.

lunes, 21 de mayo de 2012

Soneto II -Pequeña 'Ars Poetica'-


Beatriz, divina exaltación del Italiano,
la musa de aquella homérica odisea
que con infinitos colores me bombardea:
tú, mujer, tormenta perfecta, canto de piano.

Flor de Petrarca y del Quijote, Dulcinea,
locura, invade mi espacio: guía mi mano
a lo profundo del gozo y llanto humano.
Inspiración completa que en lo alto ondea.

Ay, mujer, elíxir del poeta, en tu plano
dejas besos lejos, inconexos al aeda
que llora a su Helena, muerto el mar troyano,

y busca ideal romántico, nombres corea:
princesas o reinas, en su balcón, ¡Julieta! No.
En tinieblas, polvo. El poeta cabecea.


jueves, 17 de mayo de 2012

Soneto I

Acompañas entonces mis erráticos pasos
dándole frescura a mi locura que se oculta,
a veces, y se ocupa de apagar esos rasgos
tristes, cansados, grises: lloran suerte injusta.

Reciben mis brazos tu momento catártico,
comprendo, aconsejo; entonces juego: verso.
Corazones que laten en un canto rítmico,
abismo reducido veo, es tiempo: beso.

Arrojo un día flores, doce, a tu ventana
de bronce, las recoges y preguntas, voz dulce,
quién merece tal magia, suave voz de campana

que al amor mismo mata, sus palabras conoce.
'Tú, princesa', yo digo, 'rima sin ti es vana'.
'No', lloras, devuelves la rosa. Muere, no luce.


jueves, 26 de abril de 2012

Tus alitas


Tus alitas, ángel,
criatura de luna, de lluvia,
fiel retrato de dulzura
que espera, aún, el antes.

Ahí sangra, todavía,
la dolorosa herida,
y tus alitas se manchan,
lloran, atrás buscan
la olvidada alegría.

Te miro, sufro.
No te digo para que no remontes el vuelo
y no te vayas,
y no te vayas,
no quiero que caigas:
tus alitas, princesa, no están sanas.

En silencio, un consuelo,
amor, quiero darte.
En silencio amor,
para no enamorarme.
Callado, tierno ángel,
para no despertarte,
cuando duermas y sueñes
con tus alitas en el cielo
y adiós, adiós, diré yo luego
Abrazo, consuelo, te vas sin mi recuerdo
volando, sonriendo,
sin miedo.

Sólo quedará una pluma, de tus alitas, que conservo. 

martes, 3 de abril de 2012

IN MEMORIAM


Ocho tazas de café cierran la puerta
de mis sueños a tu presencia,
pues bebo para no soñarte
más despierto, no dejo de recordarte.

Cada noche lloro en silencio
en la miel de mi mundo íntimo,
donde, en el detalle mínimo,
te revelas en momento místico.

Asaltas el endeble castillo
e irrumpes en mi fantasías de niño:
tomas mis manos entre las tuyas
y, con esa voz suave, mi sueños arullas.

Despierto, encuentro tu aroma
que humilla la blanca rosa,
escucho tu voz cuando el reloj marca
con melancolía las eternas horas
donde mi sombra sin tu sombra
agoniza, agoniza viendo las olas
de mi llanto, que te añora. 

jueves, 29 de marzo de 2012

Te vas, me dejas extrañando
tus palabras,
tu imagen.
Ese misterioso encanto que te rodea
cuando me cuentas,
sin que tú lo sepas,
tus fotografías, tu inocencia:
la pureza.

Cuando describes tu laberinto a medias,
y yo entro y lo recorro a ciegas,
a tientas,
buscando esa combinación,
la contraseña,
la llave más directa
a tu corazón.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Personajes


Ambos morimos, y nacemos, encerrados en la mitología que nos adorna y nos repite entre guerras y fantasía. Entre un mundo que se forma sin tomar forma orillado a ser el gigantesco rompecabezas sin fin de un principio oscuro y difuso. Ambos somos los habitantes eternos con voz y rostro incierto, con el mismo suspiro insertado en la zona más dolorosa del alma, pues somos la sangre y las lágrimas de quien nos crea, nos imagina: somos sentimientos.

Somos el miedo cuando lloramos la muerte y la tristeza en la canción sin letra ni música que sólo imagina que imaginamos. Somos la ira cuando pinta la guerra a trazos largos y furiosos, cuando bebemos la sangre del enemigo y morimos en el lodo y la lluvia por la inclemente, noble batalla. Somos la oscuridad que oculta en palabras más sofisticadas, la oscuridad que rechaza y desahoga en silencio, mudo, para no manchar la imagen áurea que ha querido formar.

Pero también somos la alegría en la irreverente burla infantil. Somos la compasión que rescata al héroe herido por su propia espada y somos la sabiduría que intenta filtrarse en sutiles soplos nocturnos, de luna creciente. Y sobre todo, somos el amor, la suma puntual y heterogénea de pensamientos, de oraciones a dioses inalcanzables, de maldiciones a viva voz, de poesía atrapada en lágrimas caducadas, de rimas y risas adheridas desde siempre en la esperanza. De la luna y la plata; de la princesa, de la rosa.

jueves, 8 de marzo de 2012

Mujer

Mujer, espejo infalible del coro angelical,
escultura perfecta de la mano divina,
fuerza motriz de la luna y sus hijas,
musa eterna de suspiros... y poesías.

Guerrera imbatible de historias perdidas
por la memoria inútil del macho celoso
asustado por la cruz en el trono.
Guerrera, triunfa,
como antaño en Francia la niña santa:
amazona orgullosa, fuerte,


victoriosa.


Mujer, princesa invencible,
rosa que resiste el viento,
música y caricia invisible:
¿quién soy yo en mi desconcierto,
en el fútil esfuerzo,
de compararte y alabarte en verso?

Al final, mujer, la sola palabra basta

ésa que entiendes sólo tú: la más divina alabanza.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Repeticiones


Se repite, te lo dije, nos repetimos. Caemos en las mismas trincheras, en nuestras mismas batallas dentro de nuestras propias guerras. Pero cómo, me dices, esto no es repetición, son imaginaciones tuyas, ideas que te has fabricado para evitar tus verdades, esto no tiene nada de repetitivo, escupes, al tiempo, marcas el ritmo de la misma canción, como doce años atrás. Ya ves, continúas, cómo ha cambiado el mundo. Cómo hemos cambiado todos nosotros, cada vez más viejos, cada vez más incapaces de evitar los charcos de nuestra propia mierda.

Pero has vivido en ella, hundida, pienso, pero te dijo que cómo, que cada vez te ves más joven y bella y fuerte. Admiro a ciegas tu fuerza interna y escojo falsos recuerdos en mi memoria, comparándolos contigo, elevándote. Pero nos repetimos, insisto, volvimos atrás para reconocernos, o para aferrarnos a ésos tiempos sencillos y dulces.

No, no, estás mal. No somos un cuento de realismo maravilloso, como le llamas. No necesitamos retrospectivas o imaginar las caricias del pasado. Y me callo, no digo que es realismo mágico y no maravilloso y, que en cualquier caso, sería reimaginar y no imaginar. Pero continúas hablando, y tu voz sube de tono, repitiendo a pedazos un discurso que ya había escuchado.

El tiempo nos dirá… que sigues esperando,… siempre el tiempo, amor… a que llegue yo y borre de tu memoria todo,… que se reduzca a cenizas y muera… la falsedad en la que caíste… espérame, espérame anda, sigue esperando a que,… todo lo que te haga daño,… yo inclusive,… todo muera y… pueda amarte como nunca… ¿recuerdas?... nunca debí hacerlo, nunca… imaginé el mundo contigo,… debí abrir mis puertas… y en ese mundo… soñar, siquiera,… estabas tú. Y estaba… contigo,… enamorada,… nunca.

La conjunción de voces del pasado y del futuro al final se hacen una masa confusa que no te deja hablar. El llanto surge de tus ojos claros al tiempo que el odio forma su vena en el puño dispuesto a machacar a quien te dijo, quien te hizo notar que estábamos repitiéndonos, como cada doce años nos repetíamos una y otra vez desde que, quizás en una repetición, nos conocimos, evitando pasados, evitando enfrentar hilos descocidos.

Ahora te veo como hace doce años, apenas un minuto atrás me odiabas, ahora me amas y me prometes regresar pronto, la epifanía del mundo conjunto sigue y yo sé lo que pasará allá en Madrid, jolines, el maldito portugués y mis doce años de llorar cada viernes bajo el mismo árbol, carcomido por los gusanos a los siete años después. Yo también te amo, te acaricio, yo también te extrañaré y te abrazo a mi pecho y te acompaño a la terminal donde tomarás el avión a tu destino. Y en el camino me acuerdo de lo que pasará y lloro en silencio y te detienes, limpias mis lágrimas como antes, cuando eran de tristeza y no de rabia.

Pero volveré, tontito, repites, y repites, y repites por centésima vez y a la luz del nocturno farol me besas, besas, besas y besas por centésima vez y ahora, en vez de alejarte, por centésima vez de aquel vidrio roto, imprudente antes, amistoso ahora, te presiono contra él por vez primera y todo se rompe mientras mueres…

Ahora no sé que sigue. Tengo miedo de mi felicidad y prefiero repetir, repetir, repetir por centésima vez. Quizá regrese trece años y entonces vivas de nuevo, para, de nuevo, repetir y repetir, hasta la millonésima vez.

martes, 21 de febrero de 2012

Mala señal


Es mala señal cuando me acuerdo
que miraste, noche de febrero,
con la luna que reta al torero
hacia el pasillo, reconociendo.

No es buena idea suponerte
suspirando ahí, muy lentamente,
por tener frente a frente, sirena,
a tu alcance, copa que envenena
de amor, de miel, de hiel, sangre y pena.

No, nunca es bueno estampar risas,
ni caricias ni suaves sonrisas
que hagan dulce, legendaria magia:
el amor, que amansa la nostalgia.

Ni es bueno imaginar tu aroma
ni tu voz más allá de teorías,
de libros, hojas o habladurías,
de supuestos discursos en Roma.

No, no hablemos, no hablemos entonces
de canciones, o de suaves voces,
olores, nuestros gustos, sabores,
imaginar en nubes, colores
con que pintamos dulces amores.

No, no quiero soñarte junto a mí,
ni pensar que tus labios hoy comí,
o historias crear riendo a tu lado,
amar el lunar de tu costado.

Es mala señal cuando no creo
en el amor a primera vista
y me acuerdo, entre líneas leo,
yo quiero que la razón desista:
amanecer nuevo, y me veas,
vaya hacia ti y me conmuevas,
amar cuando sea primavera,
como si fuera la vez primera.

martes, 7 de febrero de 2012

Suspiros

Allá viaja el beso perdido,
buscándote,
que lleva un suave quejido,
olvidándote.

Allá va un suspiro dolido
por las horas que se nos quedaron vacías,
cuando sólo existía aquel día,
aquella noche escondida en caricias
las palabras que no perdían su sentido.

Allá va, buscando,
aquejado por la fría lluvia,
murmurando la canción guardada
en el cofre del mítico barco hundido.
Ahí, donde jamás serán vistas
sus notas por el recuerdo mío.

Allá va errante
este maldito suspiro,
allá va, penante,
con lágrimas en el bolsillo
y triangulando las estrellas,
reflajándose en la luna
y bebiendo en tu silueta la espuma,
saboreando tu textura,
embriagándose de ti:
mi última poesía sincera.

Allá va, también es mi último suspiro.
El suspiro sin sentido,
cálido aroma ilógico.
Mi corazón, te ha asesinado.

miércoles, 25 de enero de 2012

La mujer a las puertas del templo


Había, del verbo ‘formar parte del mismo entorno’, una señora a las afueras de aquella iglesia. La mía, es decir, pero de mía no tiene nada y la verdad un betabel podría ser más religioso que yo, si se lo propone. Es, como habrán de suponer, la de la colonia donde yo vivo, una no muy fea, pero tampoco muy bonita, de acá, el sur. Es de paredes tristes y sólidas, frente a ella mucha gente de abolengo que pagó muy bien para que fuera enterrada lo más cercano posible a lo que hoy es la capilla, tiene dos o tres árboles de importancia y la custodia en las noches una perra brava que una vez, dicen, se masticó a un niño.

La señora siempre se ponía en la entrada, pegada lo más posible a la pared. Nunca volteaba el rostro para ver la imagen del santo que con esa cara de quien puja sin éxito, domina la antigua calle principal del poblado. De hecho, tengo la fuerte sospecha de que la señora era atea, tengo la impresión de haberle alguna vez escuchado maldecir en voz bien baja a quienes iban un jueves a la misa de la noche. No se sabía a bien qué hacía: un día empezó a rumiar en una lengua muy extraña, y se le iban los ojos pa’rriba, como si le estuviera dando un ataque. Al día siguiente, saludaba a todos con su mejor sonrisa y repartió caramelos que pocos se atrevieron a comer.

La señora era obesa, gordísima, blanca como la leche y muy limpia. Conocía de menos el francés, pues en otra ocasión se le vio fungir como guía de turistas a una pareja suiza que había dado hasta este lado de la capital, queriendo ir al centro de la misma. Llegaba caminando lentamente a su puesto de siempre a las 8:04 de la mañana y se iba de ahí, con el mismo ritmo, a las 09:01 de la noche. Nadie sabía decir dónde vivía, qué comía y dónde lo hacía, cómo se llamaba y si de hecho era humana.

A veces, en invierno, se ponía a llorar desconsoladamente y no hacía caso de nadie, ni de las eternas e infructuosas palabras de la gente de la iglesia que la invitaba a entrar a ella, o que le alargaba un chocolate en barra para mitigar su llanto. También en invierno, se le ocurría cantar una extraña canción en latín que nadie conocía y que era hermosa y triste a la vez.

En verano, en cambio, se volvía agresiva y escupía con rabia a la gente, ésta se defendía, sólo para ser tratada con maquiavélica brutalidad por la extraña señora. Por ésas épocas también cantaba, pero era un canto terrible, que ponía los pelos de punta y que quedaba flotando hasta pasada la medianoche. Pocos lo advertían, quizá solamente yo, pero en el verano mismo solía llorar, cuando menos se lo podía imaginar uno, como recordando cosas que había pasado hace mucho.

Un día, cuando moría el otoño y el viento frío empezaba a helar las noches, una pequeña niña, a las 8:05 de la mañana se acercó a la mujer, que se acomodaba apenas en su rincón favorito. Le saludó, como quien saluda a un viejo conocido y le abrazó con una fuerza propia de los que piden perdón. La mujer, sorprendida, le reconoció entre las marañas de pasados más antiguos que la vida misma y, sujetando la pequeña mano, le sonrió. Luego, la niña corrió a donde la madre, sorprendida, le reprendía por tal atrevimiento. La mujer siguió sonriendo, y esta vez cantó aquella canción hermosa, ahora preñada de agradecimiento, donde la tristeza había sido desterrada. A las 09:01 de la noche, dejó de cantar, y la canción se extendió en todos hasta la medianoche.

A partir de entonces, nunca volvió a regresar.

viernes, 20 de enero de 2012

Pequeña composición literaria para la “Rapsodia a un tema de Paganini”, de Sergei Rachmáninov.

Así, a pasitos, avanzas, princesa, al balcón. El Gran Castillo Dorado rebosante, enriquecido con tu presencia, con la música de tus palabras, el aroma de tus sueños que recuperas de alguien que, antes y al igual que tú, bailaba sobre ese gran salón. El sueño de quien ama y ríe, de quien observa entre suspiros la luna opacada a trozos por las nubes, las estrellas que más allá te guiñan y susurran los secretos de ti misma.
Intentas descubrirte en tu otro rostro, aquel grabado en preciosa piedra en la fuente, aquel que brilla en los cristales de colores en el reverencial silencio de los dioses. Te explicas a medias la totalidad de lo que entiendes, pues la timidez natural de saberse grande te ofusca y, sonriendo, asombrada, sigues mirando la luna de plata como confirmando la autenticidad de tus propias palabras.

Y en el cielo escuchas los susurros: las estrellas, Dos Estrellas que te miran con ternura, te murmuran en el lenguaje incomprensible, tan nítido a tu alma como el río en donde ella, seguramente, se baña. Estalla la luz, caen los pétalos a tus pies y en ellos los argentos bordados que, en versos milenarios, reflejan tu divina luz interna. En tu esencia, la esencia guerrera, de quien enarbolando el estandarte, desenvainando la espada, se lanza al frente con el ánimo de diosa, está, precisamente, una diosa dentro.

Eres ella y comandas las huestes que en las nubes residen. Eres ella y adorna tu frente la corona de siempre, de plata forjada con diamantes que reflejan, aquella luz contenida en el poder mágico de tu misteriosa sonrisa. Eres ella y ahora lo sientes, extiendes tus brazos y recibes la lluvia floral que perfuma el ambiente y del Castillo salen los nobles a preguntar quién es a quien engalana la lluvia de la diosa más adorada.

El viento, al final, arroja a las montañas la última de las notas. Una lluvia ligera se precita con delicadeza a tus pies, perfumándote. Levantas entonces la mirada al cielo y, sonriendo, recitas ahora tú al viento algún verso que se te había quedado en al corazón. Ahora has entendido, totalmente, tus propios sueños.
La fiesta, había terminado. El Gran Castillo Dorado apaga sus luces: tienes que dormir.

lunes, 9 de enero de 2012

El beso de la walkyria

Bajan ya del Valhala recorriendo el campo inundado de cuerpos, buscando entre los despojos las almas frías de los guerreros. La superficie muerta, fangosa, se traga lentamente la carne y escupe a finos chorros la sangre, exhalando los gemidos que se apagan cuando la muerte llega. Y ahí, entre la vida y la muerte, las ves.

La nube abierta cuela débilmente un rayo de luz del cielo mientras descienden las bellas walkirias, tenue canto que recogerá tu aliento en sus brazos dorados. Acunado, arrullado por su suave voz, pronto gozarás del Paraíso, tu sagrado paraíso bien merecido después de la fatídica batalla. Conocerás a Odín y a Wotán, a la bella Freya ensalzada en los poemas, el Anillo del Nibelugno cuyas notas escucharás apenas se plante tu figura en los Cielos. Beberás entonces de la misma copa de que los dioses y, en el Día Final, perecerás hasta que el vacío de trague a los dioses: el mundo mudo por el paso implacable del tiempo.

Ellas recogen con piedad a los caídos, cubren sus heridas y depositan un beso en los apagados labios. Y tú entonces dejas salir el aire, intentando morir mientras revives, al igual que el que deja entrar el viento, intentando vivir mientras muere. Extiendes entonces tus brazos, boca arriba como estás, al cielo, como queriendo ser visto en la tempestad de la vida por aquellas ángeles, pero caen tus brazos a tus costados y sonríes, pues piensas que estás muriendo.

Es ahí cuando una de ellas te ve, y corre ligera hacia tu cuerpo. Toma tu mano, la acaricia, y acerca tu rostro hacia ella, captura tu suspiro con una sonrisa y acerca sus labios a tu boca que toma aire, deseando ser el último que aprisione.

Lejos, suena la potente nota de algún cuerno celestial y las walkirias se precipitan al cielo. El ligero velo que había en tus ojos se desvanece, tu mano, instintiva, se aferra a la de la walkiria que sonríe, se esfuma y se disuelve en tus dedos. Sus labios apenas rozaron los tuyos y se aleja, dejando el sabor de la miel que nunca se quitará, que siempre te hará llorar cada que los juntes para recordar.

El cielo se apaga de nuevo y, al fin, empieza a caer la lluvia. Los médicos, vienen por ti. Maldices estar vivo.

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