Ambos morimos, y nacemos, encerrados en la mitología que nos adorna y
nos repite entre guerras y fantasía. Entre un mundo que se forma sin tomar
forma orillado a ser el gigantesco rompecabezas sin fin de un principio oscuro
y difuso. Ambos somos los habitantes eternos con voz y rostro incierto, con el
mismo suspiro insertado en la zona más dolorosa del alma, pues somos la
sangre y las lágrimas de quien nos crea, nos imagina: somos sentimientos.
Somos el miedo cuando lloramos la muerte y la tristeza en la canción sin
letra ni música que sólo imagina que imaginamos. Somos la ira cuando pinta la
guerra a trazos largos y furiosos, cuando bebemos la sangre del enemigo y
morimos en el lodo y la lluvia por la inclemente, noble batalla. Somos la
oscuridad que oculta en palabras más sofisticadas, la oscuridad que rechaza y
desahoga en silencio, mudo, para no manchar la imagen áurea que ha querido
formar.
Pero también somos la alegría en la irreverente burla infantil. Somos la
compasión que rescata al héroe herido por su propia espada y somos la sabiduría
que intenta filtrarse en sutiles soplos nocturnos, de luna creciente. Y sobre
todo, somos el amor, la suma puntual y heterogénea de pensamientos, de
oraciones a dioses inalcanzables, de maldiciones a viva voz, de poesía atrapada
en lágrimas caducadas, de rimas y risas adheridas desde siempre en la
esperanza. De la luna y la plata; de la princesa, de la rosa.
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