viernes, 20 de enero de 2012

Pequeña composición literaria para la “Rapsodia a un tema de Paganini”, de Sergei Rachmáninov.

Así, a pasitos, avanzas, princesa, al balcón. El Gran Castillo Dorado rebosante, enriquecido con tu presencia, con la música de tus palabras, el aroma de tus sueños que recuperas de alguien que, antes y al igual que tú, bailaba sobre ese gran salón. El sueño de quien ama y ríe, de quien observa entre suspiros la luna opacada a trozos por las nubes, las estrellas que más allá te guiñan y susurran los secretos de ti misma.
Intentas descubrirte en tu otro rostro, aquel grabado en preciosa piedra en la fuente, aquel que brilla en los cristales de colores en el reverencial silencio de los dioses. Te explicas a medias la totalidad de lo que entiendes, pues la timidez natural de saberse grande te ofusca y, sonriendo, asombrada, sigues mirando la luna de plata como confirmando la autenticidad de tus propias palabras.

Y en el cielo escuchas los susurros: las estrellas, Dos Estrellas que te miran con ternura, te murmuran en el lenguaje incomprensible, tan nítido a tu alma como el río en donde ella, seguramente, se baña. Estalla la luz, caen los pétalos a tus pies y en ellos los argentos bordados que, en versos milenarios, reflejan tu divina luz interna. En tu esencia, la esencia guerrera, de quien enarbolando el estandarte, desenvainando la espada, se lanza al frente con el ánimo de diosa, está, precisamente, una diosa dentro.

Eres ella y comandas las huestes que en las nubes residen. Eres ella y adorna tu frente la corona de siempre, de plata forjada con diamantes que reflejan, aquella luz contenida en el poder mágico de tu misteriosa sonrisa. Eres ella y ahora lo sientes, extiendes tus brazos y recibes la lluvia floral que perfuma el ambiente y del Castillo salen los nobles a preguntar quién es a quien engalana la lluvia de la diosa más adorada.

El viento, al final, arroja a las montañas la última de las notas. Una lluvia ligera se precita con delicadeza a tus pies, perfumándote. Levantas entonces la mirada al cielo y, sonriendo, recitas ahora tú al viento algún verso que se te había quedado en al corazón. Ahora has entendido, totalmente, tus propios sueños.
La fiesta, había terminado. El Gran Castillo Dorado apaga sus luces: tienes que dormir.

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