miércoles, 25 de enero de 2012

La mujer a las puertas del templo


Había, del verbo ‘formar parte del mismo entorno’, una señora a las afueras de aquella iglesia. La mía, es decir, pero de mía no tiene nada y la verdad un betabel podría ser más religioso que yo, si se lo propone. Es, como habrán de suponer, la de la colonia donde yo vivo, una no muy fea, pero tampoco muy bonita, de acá, el sur. Es de paredes tristes y sólidas, frente a ella mucha gente de abolengo que pagó muy bien para que fuera enterrada lo más cercano posible a lo que hoy es la capilla, tiene dos o tres árboles de importancia y la custodia en las noches una perra brava que una vez, dicen, se masticó a un niño.

La señora siempre se ponía en la entrada, pegada lo más posible a la pared. Nunca volteaba el rostro para ver la imagen del santo que con esa cara de quien puja sin éxito, domina la antigua calle principal del poblado. De hecho, tengo la fuerte sospecha de que la señora era atea, tengo la impresión de haberle alguna vez escuchado maldecir en voz bien baja a quienes iban un jueves a la misa de la noche. No se sabía a bien qué hacía: un día empezó a rumiar en una lengua muy extraña, y se le iban los ojos pa’rriba, como si le estuviera dando un ataque. Al día siguiente, saludaba a todos con su mejor sonrisa y repartió caramelos que pocos se atrevieron a comer.

La señora era obesa, gordísima, blanca como la leche y muy limpia. Conocía de menos el francés, pues en otra ocasión se le vio fungir como guía de turistas a una pareja suiza que había dado hasta este lado de la capital, queriendo ir al centro de la misma. Llegaba caminando lentamente a su puesto de siempre a las 8:04 de la mañana y se iba de ahí, con el mismo ritmo, a las 09:01 de la noche. Nadie sabía decir dónde vivía, qué comía y dónde lo hacía, cómo se llamaba y si de hecho era humana.

A veces, en invierno, se ponía a llorar desconsoladamente y no hacía caso de nadie, ni de las eternas e infructuosas palabras de la gente de la iglesia que la invitaba a entrar a ella, o que le alargaba un chocolate en barra para mitigar su llanto. También en invierno, se le ocurría cantar una extraña canción en latín que nadie conocía y que era hermosa y triste a la vez.

En verano, en cambio, se volvía agresiva y escupía con rabia a la gente, ésta se defendía, sólo para ser tratada con maquiavélica brutalidad por la extraña señora. Por ésas épocas también cantaba, pero era un canto terrible, que ponía los pelos de punta y que quedaba flotando hasta pasada la medianoche. Pocos lo advertían, quizá solamente yo, pero en el verano mismo solía llorar, cuando menos se lo podía imaginar uno, como recordando cosas que había pasado hace mucho.

Un día, cuando moría el otoño y el viento frío empezaba a helar las noches, una pequeña niña, a las 8:05 de la mañana se acercó a la mujer, que se acomodaba apenas en su rincón favorito. Le saludó, como quien saluda a un viejo conocido y le abrazó con una fuerza propia de los que piden perdón. La mujer, sorprendida, le reconoció entre las marañas de pasados más antiguos que la vida misma y, sujetando la pequeña mano, le sonrió. Luego, la niña corrió a donde la madre, sorprendida, le reprendía por tal atrevimiento. La mujer siguió sonriendo, y esta vez cantó aquella canción hermosa, ahora preñada de agradecimiento, donde la tristeza había sido desterrada. A las 09:01 de la noche, dejó de cantar, y la canción se extendió en todos hasta la medianoche.

A partir de entonces, nunca volvió a regresar.

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