Navidad. Admitámoslo, el ambiente es otro. Se
respira algo que no se respira en otros meses, como si una energía que manase
de la gente (o simplemente de los colores, olores y sabores de la publicidad)
inundara todo a nuestro alrededor. Los arbolitos con sus coloridas series se
asoman a cada ventana de cada casa de la ciudad: los arbolitos pecan de
vanidosos. Flores de nochebuena se venden como los pollos en la noche del
veinticuatro, curioso espejo de las de cempasúchil apenas un mes antes. Muerte
y vida. Las flores saben de ironías.
Piñatas de cuatro (y no siete) picos cuelgan de
todos lados y no falta el automóvil disfrazado de reno; la nariz roja oculta el
logo de la Volkswagen ,
los cuernos mal alineados embisten a diestra y siniestra, sobre todo luego de
una posada. Pésimo gusto. Santoclós (como le llamaban antaño al obeso viejo de
rojo) adorna los techos de las casas, las ventanas de los departamentos, la
cola de la madre de la Cocacola. Los
especiales navideños de la televisión ofenden al buen gusto pero uno siempre
mira con culpabilidad Home alone; Mi pobre angelito para los que no
masticamos el inglés (¿de dónde sacaron el título en español?).
La gente se pone de buenas. A veces se acuerda
que se celebra el nacimiento de Dios y no al Panzaclós. Dios tiene mérito,
ateos: por un instante la gente se comporta con tantita madre. El prójimo no
es, momentáneamente, un reverendo hijo de la chingada; al contrario, es un
excelentísimo hermano en Cristo. Alabado sea el Señor. Paz en los hombres de
buena voluntad. Etcétera.
Lo peor es que eso se contagia. Uno empieza por
ver con compasión lo que más odia y las fantasías sobre la hipotética muerte de
aquello odiado bajan de nivel Tarantino a nivel caricatura de Disney. Pero
bueno, al menos muere. Al mismo tiempo, uno es consciente de que, en el fondo,
está participando de una farsa. A Dios se le acaba el punch apenas pasa la primera semana de enero. Mas, si somos justos,
la culpa es de los hombres. Dios les deja decidir (o bien, Dios no existe y,
por lo tanto, jamás tuvo punch).
Navidad es instante. Un instante que, por
cierto, debe ser perfecto. Qué dirán los invitados si no servimos sidra de
importación. Qué dirá la esposa de tu tío Falopio si el lomo no es lomo. Qué
dirá la tía de la esposa de la prima de tu cuñada si no tenemos a Handel en el
repertorio musical de la casa. Allá va uno (bueno, no yo, ni me han contado,
pero imagino que pasa) al Mixup preguntándose si Handel está en la sección de
salsacumbeando o en la de clásicos de la banda. Espejismos. La cena se proyecta
perfecta, desde los alimentos hasta la mecánica del intercambio (claro, hay que
dar un regalo decente, no vayan a decir que aquí somos nacos). En suma, se
trata de pintar la casa como para que la naca familia no note que el anfitrión
es igual de naco que ellos. El orgullo se salva cuando se habla bien del local.
La mecánica de la perfección es explotada (o
quizá sugerida) por las malditas empresas represoras. Las plazas comerciales
son una apología al lujo. Los que cagan fino van por ahí, apestando con su
perfume, cargando mil y un bolsas con mercancía que en el Centro valen diez
veces menos y son de mejor calidad. Pero en el pinche Centro no tienen
etiqueta. El lujo tiene tintes ridículos: el perro estrena en Navidad una
camita de seda; el cabrón la guacarea al día siguiente de pavo. El
mefistofélico dueño o dueña de aquellas marcas de cuyo nombre no quiero
acordarme, sonríe complacido. El Niño Dios es buen negocio.
Algunos pudientes que quieren salir en la tele
o en las revistas que nadie compra, porque nadie pinches lee, hacen algunos
donativos a los que cenarán frijoles el veinticinco. La escena es asquerosa: la
hipócrita clase alta, la miserable clase baja que asume su papel de víctima y
espera, sólo espera beneficios sin mover un dedo. Los hay. Al pobre no hay que
adornarlo, hay que ocuparlo. Al rico se le condena, pero si nosotros tuviésemos
el mismo poder adquisitivo, el rico nos sería indiferente.
Hay un cuento muy cursi, muy ñoño, muy tierno y
muy cristiano que se llama “El sueño de María”. María, madre de Dios, le cuenta
a José que había soñado que, en el día de nacimiento de su Hijo, la gente hacía
una fiesta glamorosa, estridente, colorida. Todo era risa y diversión, pero el
festejado no era Jesús. Terrible contraste. María se consuela con que todo era
un sueño, dejando al lector creyente con la sensación de que la fue concebida
sin pecado, les acaba de meter lo impronunciable por agujero del pundonor. Yo
no soy tan drástico. Ignoren a Cristo, no hay pedo. Él es una representación de
la divinidad, como lo es Buda o Mahoma. Mientras cultiven los valores más
nobles de las religiones, todo bien. Pero no seamos hipócritas.
No coloquemos el nombre de Dios en acciones
banales. No aboguemos por la concordia (si se fijan: “con-“, “cardio”) entre
los hombres cuando apenas el día de ayer le reventábamos la madre al vecino
imbécil que estornudó muy feo y nos espantó al gato. No hablemos de paz si
mañana aplaudiremos a quien recete de insultos ingeniosos al Copetón de mierda.
No digamos que amamos o queremos al de junto, pinche cuate que ni conocemos,
sólo por ser Navidad; no mamen. Las reglas de cortesía, moralidad y lógica
destrozan todo lo anterior. Quizá Dios desprecie más a los hipócritas (estoy
seguro que lo leí en alguna parte). ¿Han visto esa película mexicana donde un
Niño Dios güerito y simpático hace volar unos canarios? Cuando ya es mayor, su
primo Juan el Bautista, interpretado por un fulano que ahora no importa, grita
a los malosos con enjundia chocante, sentimiento de telenovela barata: “¡Raza
de víboras!” Así imagino que Dios les grita a los hipócritas, manga de cabrones
falsarios.
Que la Navidad , pues, sea si quieren un instante. Pero
un instante honesto, puro, desnudo de pretensiones, de bondadosos actos
derivados de un deber impuesto y no nacido. Si quieren matar al vecino,
adelante. Si de pronto lo aman como Jesús amó a sus discípulos, adelante. Pero
que todo sea de corazón. El verdadero significado de la Navidad (si es que no lo
ha perdido) es… bueno, no sé. Pero si es bueno y divino, no tiene cabida en
corazones hipócritas. Aquéllos que ardan.
Y, como debo ser coherente con mis palabras,
les deseo Feliz Navidad a quienes me lean. A quienes no también. De los
primeros, quizá hay unos que les deseo con más honestidad que otros. De los
segundos, también. No creo que haya entre quienes me lean alguien que no le
deseé Feliz Navidad, debe estar en el segundo grupo, pero si está acá, muérete
puto (sí, es masculino; no, no es quien creen… o quizá sí).
Abur.
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