jueves, 10 de julio de 2014

Oh, hermanos americanos



Cada ciclo mundialista o bien cada helénico evento olímpico me pregunto, y a veces me preguntan, acerca de mi “rechazo” a casi toda expresión de americanismo, entendido éste en su expresión continental y no como aquel país de nulo carisma en su política externa, muy entrometida, por cierto. Digo “casi toda” porque existe una que abrazo: la mía, la mexicana. Con honesta curiosidad, pues, admiro las formas en que los pueblos se hermanan y Ecuador es uno con Argentina, Colombia camina hombro a hombre con Chile, Honduras y Costa Rica se abrazan fraternos con Uruguay, y México, lejano del contexto sudamericano, se cuela entre todos, como alejándose de la presencia anglosajona que pesa en su frontera norte. Todo es risa y diversión y debo decir que acepté de buen corazón el apoyo a la distancia que hacían mis conocidos intercontinentales para con México en esta Copa del Mundo que llega a su fin, aunque yo deseara de fea forma el triunfo de la fría sangre europea sobre sus naciones tropicales.

Las redes sociales, horas antes de cada cotejo, estallaban en bonachones vivas: “¡Vamos con México!”, decían desde Argentina. “Hinchamos por Colombia”, hablaban desde Ecuador. “Ojalá gane Chile”, suspiraban acá en la Ciudad de México. España era otra de las consentidas. La llamada “madre Patria” recibió mucho cariño con todo y los vituperios que se tragó al caer penosamente con Holanda, por marcador de 1 – 5. Brasil, la protuberancia portuguesa de América, cayó de la gracia de los mexicanos en específico y de los americanos en general tras sus dudosas presentaciones arbitrales. De los Estados Unidos ni hablar. Nadie de habla hispana simpatiza con ellos.

Ah, habla hispana. Guarden eso.

Yo, movido por razones que posiblemente no comprenda, prefería a Inglaterra o Italia sobre Costa Rica y Uruguay; a Holanda sobre España y Chile; a Francia y a Suiza sobre Honduras y Ecuador; a Japón y Grecia sobre Colombia; a Nigeria, Irán, Bosnia, Suiza, Bélgica, Holanda de nuevo, y Alemania sobre Argentina. Sobra decir, espero, que prefería a México sobre todos los anteriores (y el resto) y a todos los anteriores, más los que falten, sobre los Estados Unidos.

Haría bien el lector si me manda, con justo desconcierto y delicioso insulto, a la rancia Europa. Que me aproveche, xenófobo de mierda. Teutón frustrado, franchute de quinta, toscano rechazado. Cosas de ésas.

No va por ahí. Conste en estas líneas que gran aprecio tengo a mis amigos de países ajenos al mío que de hecho, salvo chilenos, charrúas y ticos, son de todas las nacionalidades de habla hispana citadas más arriba. No oculto que me gustaría visitar Tegucigalpa para parlar de Star Wars, pasar por Cali para cocinar unas empanadas (sic), que de vez en cuando uso el voseo argentino y adoro imitar ese dialecto tan distintivo (sha saben cuál, boludos), que iría gustoso a España para pisar las calles que Cervantes pisó y, de vuelta al americano continente, me escaparía a Ecuador para conocer una familia de militares. Mis escritores del siglo XX en habla hispana favoritos son tres y son argentinos (Borges, Bioy, Cortázar), soy medianamente fanático de 31 Minutos, lamento sinceramente que El Chavo sea tan popular fuera de México (no se merecen eso, en serio) y mi jugador extranjero favorito de la actual plantilla de Pumas es pelón y es paraguayo. Pero no encuentro esa hermandad que nace de las entrañas; busco y no hallo esa cosa que dicen que nos une, esa cosa que hace a la América una sola. Sospecho que, sin mala fe, “América” desde Guatemala hasta Panamá es desde Guatemala (inclusive) hasta Panamá (inclusive) y que “América” desde Panamá hasta el resto es desde la última tripa de Panamá hasta el resto. Siento, posiblemente de forma errónea, que México es concebido como un apéndice simpático, al cual muchos envidian de buena fe por ser vecino de los Estados Unidos.

Por nosotros los mexicanos, intercambiamos fronteras. Cualquier cosa es mejor que tener de vecinos a los gringos. 1847 no se olvida.

Entonces caigo. Quizá sea aquello que ya vomité en versalitas. La unidad lingüística es lo que nos “hermana”, el hecho de que mastiquemos el mismo idioma nos une y por ende también nos une con la autoridad gramatical, la Rancia Academia, de la Península. Brasil es el hermano feo que farfulla ese español mal hablado que bautizamos como portugués. Estados Unidos es un policía malo que nos bombardea con Hollywood.  Nadie se acuerda de las islas del Caribe, de Guyana y de Canadá. Para qué.



¿Es válido, me pregunto, llamarnos “hermanos” porque hablamos el mismo idioma?

No, es mi respuesta contundente y busco de nuevo más razones, otras que no se justifiquen tan endeblemente, otras que vayan más allá de una casualidad nacida por la avaricia de una España medieval que succionó las entrañas más ricas de un continente que evolucionaba despacio. Surge la figura de Bolívar, pero me es difusa y se limita al cono sur. En Centroamérica me es una mancha de ignorancia: brevemente estuvo unida al Imperio Mexicano de Iturbide para luego no volver jamás. Históricamente, los lazos se mantuvieron; románticos tirándole a indiferentes, pero esa palabra, “americano”, nunca perdió la fuerza voluptuosa tan propia del XIX. Aquello fue cordialidad, no hermandad. México es una sombra en la historia sudamericana, un tapón que mantuvo lastimosamente a raya la Doctrina Monroe y la efímera aventura de Napoleón III; es el vecino en el extremo menos concurrido de la calle, el que hace sus cosas aparte mientras los demás organizan la fiesta.

México no se siente unido a Centroamérica porque lo ve como el hilo sobrante de un queso Oaxaca. No se siente unido a Sudamérica porque está ya muy lejos. México se debate entre el rencor y el anillo papal de su vecino norteño y, eso sí, se ganó un especial cariño de España tras la Guerra Civil de Franco. México es una nave errante, una identidad extraña que se cree menos que los Estados Unidos y más que Centroamérica. Por eso, antaño, el futbol se jugaba con una prepotencia que se traducía en patadas y, actualmente, en abucheos al himno de Francisco González Bocanegra. Por eso estamos solos.

Que alguien me explique.

Siglos antes, el latín era la lengua franca que dominaba desde Hispania hasta Judea. El Imperio Romano era una mole que… ¿hermanaba? a lo que hoy es Lisboa con lo que hoy es Jerusalén. Fragmentado, en ese tramo que conserva las ruinas del glorioso imperio, en la actualidad se hablan portugués, español, francés, alemán, italiano, danés, inglés, rumano, hebreo, árabe, serbio, croata, neerlandés. Hermandad mis cojones, pregúntenle a los balcánicos o a los franceses de las Guerras Mundiales. Dentro de esos grupos lingüísticos se hablan o hablaban cosas más extrañas: flamenco, vasco, toscano, dálamata, siríaco, galéico., y muchos más que desconozco. Las naciones se unen principalmente por una cuestión idiomática. Luego surge la cultura. Y la cuestión idiomática se traduce en comercio. Nada más. Un grupo que comparte la misma lengua se une como método de supervivencia, no como un amoroso lazo de rosas, fresas y gomitas de colores. Por eso el español se impuso en América. La hermandad es una bellísima invención que surge para que nos toleremos y no andemos de desorientados, como en Gaza. Pero, insisto, la lengua no basta. Si la lengua bastara, no habría guerras civiles, por ejemplo. Hay otros factores, muchos otros, que por el momento no atañen, como la religión.

No es el momento de discutir, sin embargo, aquellos temas. Sólo divago.

América, algún día, hablará un español irreconocible entre sus naciones. Es natural. Quizá entonces dejemos de llamarnos hermanos. No. Quizá aquellos países que nacieron juntos lo sigan siendo. Yo hablo por México… más bien, yo hablo por mi visión desde México Quizá nosotros seamos más hermanos de los gringos que de lo que está en nuestra a veces menospreciada frontera sur. Lástima. La raza humana debería sentirse fraternizada por el simple hecho de saberse, valga la redundancia, humana. Lenguas, fronteras, economía, religiones: basura. Que nos hermane el ciudadano georgiano por ser humano. No porque algún extraño día hablemos la misma mierda. Que sea nuestra lengua y sus infinitas variantes el tesoro más bello que le da sentido a este mundo, pero que eso no sea el pilar único que nos haga vivir con decencia entre nosotros. De todas formas, la lengua a veces es un estorbo. El silencio es mágico. Y en el silencio, somos más parecidos de lo que parece.

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