No sé cuánto tiempo estaré en esta cárcel que
colecciona especimenes olvidados por la sonrisa de Dios. Afuera de este
edificio gris conocido como La
Letrina, aislado por un patio infértil, cercado por una
policía brutal, una multitud furiosa nos amenaza con pancartas obscenas e
instrumentos variados para hacer daño. Algunos disparan al aire, nos insultan y
exigen que su plomo bautice nuestras cabezas. Son más los que arrojan petardos,
piedras o su impotencia en encendidas burbujas de fuego que, sin embargo, no
alcanzan la mitad del terreno seco que los separa de nuestros muros. Para su
consuelo, de vez en cuando, los policías escogen a uno de nosotros y lo arrojan
fuera, a la distancia exacta para que sea herido por los insultos y pedradas de
la plebe furiosa. Otras veces, ellos, los otros,
los sanos, con la libertad que este reino triste y corrupto les otorga, entran
a nuestro obligado refugio para cazarnos y eliminar la peste que surgió de
pronto y que nunca supimos cómo adquirimos. Es un espectáculo miserable:
tenemos el derecho de defendernos y el mismo gobierno nos otorga los
instrumentos para hacer una razonable defensa. Siempre acabamos derrotados mas,
con suerte, nos iremos restregándole algunas bajas a los que nos ofenden.
Mientras ellos gozan de hachas, machetes, cuchillos (en el uso de armas de
fuego, al menos, la autoridad es bastante estricta, con excepción de algunas
bombas molotov), nosotros nos
conformamos con palos y piedras y una ira que es mucha por ser reciente y que
es reciente porque aún somos pocos.
Yo le dije a Estrella que, más que odiarnos,
nos tienen miedo. Por eso se cubren la boca y la nariz al entrar a nuestro
reino, por eso hay una cámara de esterilización a la que obligatoriamente se
encaminan cada que terminan nuestros bárbaros enfrentamientos. Por eso,
también, nuestra mejor ofensa es la del contacto físico: una mordida, un
salivazo, a veces, restregar el rostro en la piel de ofensor. La enfermedad
brota casi instantánea y el enemigo se rebaja a nuestro nivel de apestado, de
paria, de ente al que se le mantiene por lástima y, ante todo, para que allá
afuera tengan una vía de escape a sus frustraciones, a sus iras más recónditas
que se disparan ante lo que temen. Ellos se liberan al azotar nuestra cabeza en
la pared, ellos descargan todo el odio acumulado desde sus oscuras infancias,
ellos limpian la enfermedad de la tierra, ellos ganan.
Lo sé bien porque, cuando apenas brotó la
enfermedad, yo era ellos. Entonces La Letrina todavía no atraía la multitud que hoy día
congrega, como hábil predicador ante un pueblo hambriento de fe. En aquellos
días, incluso, la gente podía entrar casi a placer y no existía una
reglamentación para esas primitivas luchas que ahora se estilan. Precisamente,
motivado por esa oportunidad de liberar mi bestia silenciada por la apariencia,
decidí ir a la caza de lo que luego sería mi familia.
El grupo que entró conmigo se dispersó de
inmediato, repartiendo horror en los infectados que, endebles ante las aún
válidas armas de fuego, morían con la indignidad de la súplica inútil. Yo
caminé despacio, porque la impresión había disminuido de golpe mis ganas de
hacer daño. La Letrina,
antes de ser lo que es ahora, fue un centro comercial. La habían pintado todo
de negro, las paredes y los pisos parecían una misma cosa sobre la que habían
tallado pequeños cuartos enumerados con parca pintura lechosa. Los infectados
caminaban sin sentido, incapaces de hacer algo que no fuera sino lamentar su
reciente condición. Me aislé, sin saber cómo, de la carnicería y de pronto me
encontré en un estrecho pasillo que, en su centro, tenía una pequeña torre con
cuatro únicas ventanas en sus vértices. La numeración ahí era descuidada y el
280 se confundía con la oscuridad y la desidia. En la torre, que carecía de
número, se asomaban algunas personas que miraban como nos ven los animales
desde la mísera jaula del zoológico. Un destello atrajo mi atención. De una de
las ventanas desapareció un rostro que adiviné tan familiar…
Fue entonces cuando entendí que no había
entrado para eliminar mi rabia a violentos arrojos de purificación
bacteriológica. Ante la dulce visión, mi brazo enternecido dejó caer el
metálico tubo que iba a ser mi burda arma. Ella corrió hacia mí, mochila negra,
atuendo rojo, con los brazos extendidos y yo sólo acerté a dar unos pasos al
frente y aceptar fundirme en su abrazo que urgía por desmenuzarse en llanto.
¿Cómo, cómo se había infectado ella? No hubo tiempo de responder. Llorando,
poniéndose de puntitas para alcanzar mi oído, me confesó:
—Aquí estás. Perdón. Sé que me esperas. Sé lo
que pasaste. Sé que sufriste —y añadió, creo que sin necesidad—: lo haré.
Pronto lo haré. Entonces, estaremos. Te lo prometo.
Bajo mis lágrimas que se dolían de su dolor,
percibí en mi brazo izquierdo las costras que irremediablemente significaban
que estaba infectado. Ella me abrazó con más fuerza, como si temiese que me
fuera a ir pronto, ignorando que originalmente yo había acudido ahí para
mitigar un dolor, una sed rabiosa, un odio añejado. Y todo eso, toda esa mugre
que endurecía mi corazón, ella la había lavado con ese simple acto, con esa
maravillosa acción del abrazo, de infectarme, de provocar, sin saberlo, mi
inexorable unión a La
Letrina. Padecer las costras de la maldición me hacía suyo.
Bajar al supuesto mundo de la miseria me acercaba a su sonrisa, que tanto
trabajo me había costado no olvidar.
—No importa. Ahora estoy aquí. No me iré.
Estrella tomó entonces mi mano y nos sentamos
en una de las bancas de ese pasillo milagroso. Las oleadas de ira llegaron
después y entonces me convenció de mantenerme al margen, de no caer en la ira
que los sanos venían a traer. Cuando hay día de purga, entonces, nos escondemos
en ese cuarto milagroso y, en silencio, esperamos. Nuestras manos se entrelazan
como nunca y nuestras costras y llagas no son el vínculo que más nos identifica
ahí.
Es tan sólo la certeza de que, en medio de
aquel infierno, tenemos nuestro dulce paraíso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario