sábado, 8 de noviembre de 2014

Cuarenta y tres

Mi guerra es inútil, no hace falta que alguien venga y me lo recuerde. Jamás esperé la victoria y, en el fondo, no creía en el lema que nuestros estandartes ondeaban con endeble orgullo. Si luché, lo hice para curarme de mis contradicciones, de mis errores; para que nadie me echara en cara el miedo que me saturaba, que me hacía morder las sábanas rogando jamás despertar. Luchaba por la imagen idealizada de mis principios, ese arquetipo inaccesible a mi razón, pero formada con todo el ímpetu de mi corazón embriagado de suspiros.

Por eso no fue extraño que tampoco hablara aquella noche de septiembre, cuando yo y otros cuarenta y dos fuimos, una vez más, a jugar este ajedrez que me despedazaba y me completaba al mismo tiempo. ¿Era yo el peón o quien lo movía? Sistemáticamente, en nombre de la Patria abstracta, enfundados en el color de la sangre, salimos.

Hacía frío y, para mitigarlo, me acurruqué al fondo del vehículo. “Sólo será un momento”, dije. Soñé que un poeta que no creía en mí me hacía un poema al pie de una tumba. A sus pies había una espada de plata: “Como tú, yo también sueño en mi imposible batalla.” En su mano sostenía una estrella. Me despertaron los gritos de alarma de mis compañeros. Busqué la espada que estaría, también, a mis pies. Pero no había nada, y el sueño terminó por romperse no como se rompe el cristal de un cáliz hermoso, no. El sueño sólo cayó, vulgar, como un escupitajo a la tierra inmisericorde.

Fuimos conducidos, boca abajo, por las avenidas que tanto conocía, que tanto eran mías y que ahora eran la cuenta regresiva de mi vida inútil que en vano intentaba rememorar. Algunos lloraban. Yo no quise, o no pude. Ya era demasiado tarde para todo. Quienes me sucederían (¿era yo un peón?) no lucharían por mi pasión confusa y secreta, como la que representaba acaso esa estrella del sueño. Las palabras que recogerían de mis cenizas serían sombra, el inexacto extracto de la más obvia (la más superficial) de mis esperanzas.

Cuando me bajaron, estaba pensando en mi madre. Sólo hasta ese momento. Antes no pensaba, en realidad. Todo era confusión, todo era mi ser en cascada que caía sin aparente fin. Mi madre salió entonces, y con ella el resto de mi familia tal y como estaban en la última fotografía, la que colocaron junto al cuadro de la Virgen de Guadalupe que cuelga del comedor de la casa. También ahí me di cuenta que, algunos compañeros estaban ya muertos, sus cabezas dentro de bolsas de plástico humedecidas de vaho y llanto. Agradecí que no moriría yo así. Alguien, lejos, ofrecía no se qué trato a cambio de su vida. No lo culpo, no quería traicionarnos, el miedo lo había traicionado a él.

Fui de los últimos que arrojaron a la montaña de cuerpos y objetos bañados en gasolina. Seguía vivo. Tan sólo sujetas mis extremidades por una cuerda ruda. Innecesaria: agradecí morir así. El silencio que traía desde niño no me abandonó. Sin poder gritar, sin poder llorar, las ampollas llegaron antes que la asfixia.

En el fondo, a mi corazón que latía dolorosamente, yo le recitaba punto a punto las líneas de mi decálogo frágil (e incompleto). Mi muerte no sería en vano. Pero no por las acciones que, peón, realizaba. Ésas, que todos sabrán pronto, no eran yo. No.


Yo fui un poema que, sólo hasta el final, pude terminar.


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