Mi guerra es inútil, no hace falta que alguien
venga y me lo recuerde. Jamás esperé la victoria y, en el fondo, no creía en el
lema que nuestros estandartes ondeaban con endeble orgullo. Si luché, lo hice
para curarme de mis contradicciones, de mis errores; para que nadie me echara
en cara el miedo que me saturaba, que me hacía morder las sábanas rogando jamás
despertar. Luchaba por la imagen idealizada de mis principios, ese arquetipo
inaccesible a mi razón, pero formada con todo el ímpetu de mi corazón embriagado
de suspiros.
Por eso no fue extraño que tampoco hablara
aquella noche de septiembre, cuando yo y otros cuarenta y dos fuimos, una vez
más, a jugar este ajedrez que me despedazaba y me completaba al mismo tiempo.
¿Era yo el peón o quien lo movía? Sistemáticamente, en nombre de la Patria abstracta,
enfundados en el color de la sangre, salimos.
Hacía frío y, para mitigarlo, me acurruqué al
fondo del vehículo. “Sólo será un momento”, dije. Soñé que un poeta que no
creía en mí me hacía un poema al pie de una tumba. A sus pies había una espada
de plata: “Como tú, yo también sueño en mi imposible batalla.” En su mano
sostenía una estrella. Me despertaron los gritos de alarma de mis compañeros.
Busqué la espada que estaría, también, a mis pies. Pero no había nada, y el
sueño terminó por romperse no como se rompe el cristal de un cáliz hermoso, no.
El sueño sólo cayó, vulgar, como un escupitajo a la tierra inmisericorde.
Fuimos conducidos, boca abajo, por las avenidas
que tanto conocía, que tanto eran mías y que ahora eran la cuenta regresiva de
mi vida inútil que en vano intentaba rememorar. Algunos lloraban. Yo no quise,
o no pude. Ya era demasiado tarde para todo. Quienes me sucederían (¿era yo un
peón?) no lucharían por mi pasión confusa y secreta, como la que representaba
acaso esa estrella del sueño. Las palabras que recogerían de mis cenizas serían
sombra, el inexacto extracto de la más obvia (la más superficial) de mis
esperanzas.
Cuando me bajaron, estaba pensando en mi madre.
Sólo hasta ese momento. Antes no pensaba, en realidad. Todo era confusión, todo
era mi ser en cascada que caía sin aparente fin. Mi madre salió entonces, y con
ella el resto de mi familia tal y como estaban en la última fotografía, la que
colocaron junto al cuadro de la
Virgen de Guadalupe que cuelga del comedor de la casa. También
ahí me di cuenta que, algunos compañeros estaban ya muertos, sus cabezas dentro
de bolsas de plástico humedecidas de vaho y llanto. Agradecí que no moriría yo
así. Alguien, lejos, ofrecía no se qué trato a cambio de su vida. No lo culpo,
no quería traicionarnos, el miedo lo había traicionado a él.
Fui de los últimos que arrojaron a la montaña
de cuerpos y objetos bañados en gasolina. Seguía vivo. Tan sólo sujetas mis
extremidades por una cuerda ruda. Innecesaria: agradecí morir así. El silencio
que traía desde niño no me abandonó. Sin poder gritar, sin poder llorar, las
ampollas llegaron antes que la asfixia.
En el fondo, a mi corazón que latía
dolorosamente, yo le recitaba punto a punto las líneas de mi decálogo frágil (e
incompleto). Mi muerte no sería en vano. Pero no por las acciones que, peón,
realizaba. Ésas, que todos sabrán pronto, no eran yo. No.
Yo fui un poema que, sólo hasta el final, pude
terminar.
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