No te
acuerdas, supongo, pero aquel día me preguntaste qué cosa era la guerra. Yo no
respondí en parte porque nunca supe si preguntaste por la mía o por la que
presencié en el tiempo en que nos desconocíamos, y en parte porque no sabía qué
responder. De todas formas, no dio tiempo. Ya me voy, dijiste, y me dejaste
pensando demasiado en la ventana que da al jardín que nadie ocupa nunca. No
tuve el valor de ver cómo te alejabas, yo, el que sobrevivió al infierno de
tantas y tantas batallas cuyos nombres poco importan porque nadie se acordará
de ellos en los años venideros. Nadie se acordará siquiera de mí, desapareceré,
seré nada. Como tú te olvidaste de aquella pregunta, yo me olvidaré de mí
mismo: todo lo que he amado me ha hecho fantasma. Si escribo es para restregar
la imagen borrosa al papel de la trascendencia, de la tuya, al menos. Que los
demás me ignoren, que tú conserves una imagen pasajera, como la de un curioso y
bello sueño. Sólo eso.
Yo no me
olvidaré de ti, cómo hacerlo. No lo hago nunca, ni siquiera en mis peores días,
aquéllos de los que no te contaré porque se tiñen de blasfemia y llanto
rabioso; aún ahí estás impoluta e inmune a mi amargo odio. No te miento, aunque
mal haga en confesar, si te digo que oro a mis dioses mudos a tu favor, ofreciendo
mi carne y mi sangre para que truequen tus lágrimas y tu dolor oculto, del que
prefieres no hablar ni recordar, en risas y paz y trofeos de dulce sabor. No,
nunca me olvido de ti y cada noche me obligo a derramar al menos una lágrima
para acompañarte, pero el sino de la intrascendencia me niega incluso eso.
Sin embargo,
tú eres lo que aquella tragedia griega no me podrá quitar. Y si bien estoy
condenado ser nada a los ojos del mundo, ahora que me voy, quiero ser al menos
un suspiro a tu memoria más recóndita: un aleteo vagamente notorio en la
ventana de tu habitación. Posiblemente no volveré y, de hacerlo, seguramente
estaré tan intoxicado de guerra que quienes me reconozcan huirán y los nuevos
con quien topare se alejarán, aliviados de que el armisticio les libre del lazo
que habremos de adquirir en batalla. Por mi parte yo me olvidaré también de
ellos, de todos, porque nunca serán ni la mitad de tu versión más pequeña. Sus
inútiles consejos son la sombra de tu mera sonrisa y su tibia presencia será menos
grata que el odioso adiós que me veo obligado a soportar odiando todo lo que
eso significa. Permanecerás.
Ahora sé lo
que es la guerra. Es una metáfora del amor. O quizá es lo contrario. No
importa. Cuando aquel día, el que olvidas, soltaste la pregunta inocente, una
sola cosa debí responder: Esto, y te hubiese tomado de la mano, sabedor de que,
como el agua, nuestros dedos correrían melancólicamente en direcciones
opuestas, diciéndose adiós. El jardín que nadie ocupa hubiese sido la perfecta
representación de mi campo desolado por las bombas de mi insuficiencia. Ese
breve instante, el único donde a través de las yemas de los dedos nos dimos un
beso, el minúsculo instante donde nuestros latidos fueron uno, sería la
insignificante victoria de una guerra que tenía perdida de antemano. Me dolería
tanto, me dolería tanto ese triunfo que no te pediría permiso para hacerlo un
poema de odio y así, sólo así, acaso también me hubiese olvidado de ti. Pero
no.
—¡Ven!, mi espíritu clama. ¡Acompáñame! No me dejes
solo, a la incertidumbre, a la deriva, a las fauces un mar furioso que jamás he
surcado. Ven, seamos dos en esta aventura, que nuestras manos se olviden de
todo y se unan con fuego y tierra, que el beso no sea ínfimo y sea eterno,
lento, suave, milagroso, tibio, único; el triunfo del amor sobre nuestras
guerras, metáfora que suprime metáfora para hacerse algo más, mayúsculo,
arquetípico, divino: Amor. ¡Ven, vamos! No me dejes solo…—
Apagaré la
luz. Dormirás, sanarás y lograrás aquello que también olvidaste y que me
prometiste. Yo, espero, moriré en batalla. Te prometo que seguirás aquí,
engarzada en mi corazón como lo estás desde hace ya mucho tiempo. Te prometo
que escribiré cosas que, como en aquel soneto del gran dramaturgo inglés, harán
dudar a la gente de que tu presencia sea tan hermosa. Te prometo que seguiré
orando a mis dioses silenciosos, para que sobre ti derramen su canción. Te
prometo, que, si lejano el cielo me comunica que lloras, te prometo que, ahora
sí, entonces lloraré contigo.
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