martes, 27 de mayo de 2014

Enemigo



Voy a cometer el pecado de darte la importancia que no mereces.

Tu historia la deduje por las acciones que cometes en otros. No eres, nadie es —no del todo— , lo que muestras a los demás. Posees lo que yo no poseo: un carisma hipócrita que pretende ganarse a cuantos más para construir una pirámide donde tú estés en la cima, succionando los frutos que los demás, ingenuamente, te ofrecen. Marchan los demás a tu ritmo, jamás detienes el paso para esperarlos: arrastras, usas, amenazas, atropellas. Con frases amistosas hechizas, seduces y luego traicionas impunemente a quienes juraste amar: volverán a ti, siempre lo hacen. Acosas, te encimas, importunas, violentas, rompes, te arrepientes con fingido, asqueroso sentimentalismo, te colocas como el perfecto e intachable mártir de la incomprensión colectiva. Todos están mal: tú no.

¿Cuántas veces mami sufrió los golpes de papi, que aprendiste tan bien? Ah, hideputa, no escondas la cobardía heredada de generaciones primitivas, no es de caballeros… pero olvidaba que tu sentido de caballerosidad es tan firme como tus huevos de gelatina, como tu puta capacidad para afrontar la realidad. Por eso cierras los ojos a las voces que te gritaban el desprecio, imbécil; por eso entonces manipulas y a toda costa te mantienes en la cima de tu propia suciedad. Todos son reyes de su propia caca, pero tú lo presumes y haces que todos se inclinen ante tu trono sucio, afeado ya no digamos por ti, sino por tu cobardía de mierda: emular a papi y lesionar tu visión edípica, burlarte de ella como no pudiste hacerlo con tu madre, es la mayor de todas las desvergüenzas.

Pero, tienes razón, si nadie se entera no pasa nada. Que los demás orbiten en torno a ti, que sigan alabándote tus dotes innecesarias: ninguna de ellas es alquimia, mierda eres y mierda serás; mierda culta, mierda al fin. Que los demás orbiten y besen tu mano enguantada que esconde la peste, que los demás orbiten y admiren tu corona que esconde la lepra, que los demás orbiten y aplaudan tu elocuente capacidad para derrumbar las estrellas y pisotearlas, hacerlas un trofeo para tu corrupto ego y, para colmo, hacerles creer que es un acuerdo mutuo, una natural consecuencia de tanta armonía.

Ah, perspicaz engendro, tienes razón. Que unos pocos orbiten a tu alrededor masticando odio, lanzando injurias censuradas por ellos mismos por no romper —más— esos ojos que brillan tanto cuando sonríen. Que unos pocos te acepten a regañadientes, se aten a quienes esclavizas y tengan, política de mierda, que contenerse por no romperte la puta cara cuando apareces de casualidad. Que unos pocos, cuando el tiempo sea noche y alguien acaso llore por enésima vez, acompañen el llanto y se aten a quien a ti has atado. Que uno, uno sólo —aquí el acento es necesario, RAE—, te odie por derecho adquirido, por intromisión inoportuna, por amor desperado: que uno solo te odie por lastimar lo que él, en rabioso silencio, ha amado.

Tu hipócrita faz de chango malparido ganará, con todo su hórrido espanto, aún más aplausos. No lo dudo —la mía, quizá un poco más fea y triste, ganará silencio: en eso soy bueno. Ganarás: ante los hombres serás el farol que ilumina una calle elegante. En esa calle viven las putas, pero qué importa, iluminas. En casa, en tu propio silencio serás lo que siempre has sido. Abusarás y triunfarás de nuevo. Acaso un dios también aplauda tus acciones.

No te deseo el bien. A la chingada con el cuento de la otra mejilla. Ojalá tengas muerte lenta y dolorosa, ojalá el propio peso de tu vómito te hunda en el océano de la inevitable justicia. Ojalá sea yo quien firme tu sentencia, quien escriba tu nombre en el cuaderno de los condenados, quien escupa por última vez en tu indigna tumba; ojalá sea yo quien reviente esa repinche jeta hinchada de hipocresía y engaño. Pagaré mi boleto al infierno, si tal cosa existe, a cambio de tu cabeza incrustada en el muro de los sacrificios… a cambio de una luz que, si aún no ha cambiado nada, hoy sigue marchita.

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