sábado, 24 de mayo de 2014

Vigésima octava



Hemos cerrado los ojos a lo que nos habla. Hemos fingido sordera a lo que revolotea frente a la mirada cansada de tanto suspirar. Es difícil, sabes, encontrar ese hilo dorado entre la confusa madeja de colores vulgares, contaminados. Aquel hilo lleva a los caracteres polisémicos y contundentes, los que uno descifrará con el riguroso método de la intuición. La inefable irracionalidad del violento latido es tan precisa como lo es el sueño que con velo de diamante nos habla cuando dormimos. ¿Cómo dudar de ella?

Antes de mi victorioso sueño, miré al firmamento sesgado de nubes hinchadas de agua. Apenas la luna se adivinaba tras esa esponjosa sábana gris, pocas estrellas se incrustaban en el silencio que precede siempre a la evocadora lluvia. Revolví el café nervioso, mi taza discordante tintineaba al choque ligero de la cucharilla. No: el café no me mantendría despierto, nunca lo hace. El café evoca poesía y, ¿qué es poesía sino los caracteres insuficientes de algo más hermoso?, ¿qué es poesía sino la perfecta incógnita a desmenuzar, la señal más aúrea, el sueño más nítido? Poesía eres tú, dice el poeta. Sí, eso también. Eres el signo detrás del signo.

Fue entonces cuando la noche me ordenó derramar mi filosofía, esa palabra tan libremente usada, en una hoja que amenazaba con quedarse en blanco. La incontrolable dama, fuego y hielo a la vez; sangre y miel, la dama que es Poesía se mostró caprichosa y no se presentará, creo, aquí. Ella manda y, al tiempo, desaparece. En cambio, me dejó esa tabla de caracteres, la sutil entonación de un canto extraño, la búsqueda de un suspiro en el viento ruado. Mi desorientado corazón me dijo que estabas ahí.

Pues bien: yo necesito decirte que te quiero, decirte que te amo, que es mucho lo que late este mi pensamiento agotado, confuso y enredado en lo que es suyo y de lo que se ha apropiado. Irracionales, mis sentidos te encuentran a cada insensato paso que dan, a cada eco borroso de la memoria, a cada palabra tuya tan despojada de literalidad y sí ahogada de simbología, de susurros entre líneas, de silencios aprisionados en puntos finales, de idiomas inabarcables hasta para el infame, hipócrita demonio, el cazador de elogios y colector de alabanzas: el falso carcelero de tu corazón. Porque sé que un demonio te pinta la cara de tristeza, de un sabor acre llena tu latido; flor marchita hace la esperanza de un mejor perfume. “Rakastaa raivoten toinen toistaan”. Sé que un demonio de impronunciables diptongos te ha hecho sospechar a cada rato la herida que surgirá violenta y roja en tu corazón anegado de la inocencia santa de quien lo consagra a un amor superior: el sincero.

Las paredes de este cuarto donde busco a Dios son amplias y de un mármol negro, las propicias para que el eco responda de inmediato mi clamor. La voz del poeta es la vos divina, diría mi filosofía. Pero yo no soy el poeta divino que todos ven. Mi voz es la voz del caos armónico y voluble; mi voz es la voz que se escucha sólo a sí misma y en furiosa discordancia maldice a quien te maldice y ama lo que amas. Mi voz es la luna pagana que desveló hasta la muerte los cánones matemáticos y los hizo pedazos por las rimas malparidas que no dijeron nada por mucho tiempo hasta que te conocieron. Igualaste la ecuación que nunca entendí. Mi voz es el eco de tu voz. Así, sólo así, si Dios me ofrece eco es porque el eco es divino y proviene de ti.

Soñé entonces…

Hinchada de miedos, frágil como paloma herida, desaparecías y en casa te esperaban. El timbre de tu hogar respondía apenas, en los rostros de tu vivienda había preocupación y yo era el elemento asonante: su justa furia caía en mis hombros: “¿Dónde está?” Y yo salía, exprimido de angustia, abofeteado de sospecha. En casa ajena, una casa triste que no conoces y es la mía, acaso caprichosa genialidad de mi inefable inconsciente, encontré tu refugio. No estabas sola. La acumulada ira, aquella que lleva un año macerándose en jugos de ciega sangre derramóse toda en tu demoníaco acompañante. “¿Quieres que se quede?” “No”. Su cuerpo, hinchado también, pero de aire sonoro, se desinfló en el patio nublado. No volverá jamás.

¡Despierta!

Allá, amaneces con el sol. Como cuando una canción triste se desprende del llanto, así deseo que el sol lave tu rostro cansado de lo mismo y que yo, créelo, entiendo tan bien: es cansarse de esperanza. Solo, como una frágil avecilla que saliera del hielo, tu corazón late en mi invención sincera poquito a poco. Gana calor a cada segundo, golpeando las paredes de furioso ladrillo que otros han colocado a tu alrededor. Y el sol es la caricia que dibujo en el aire, como el director que comanda la orquesta colmada de un himno compuesto sólo para ti. Las aves cantan lo que les has confesado cuando pides el deseo ante la aparición del fugaz colibrí. La mariposa besa las flores que aman el sueño y beben perezosas las últimas sobrevivientes de la lluvia. La tenue brisa me cuenta que estás bien: avanza la respuesta universal a las preguntas que no dices; la madeja de los hilos se descubre como la canción que se dedica para abrazar desde lejos. Y el cuadro que traza el cielo en nuestros pasos es la armonía dorada (1.618) de aquello que vive en todo lo destinado a ser, por derecho propio, bello como la luz que siempre derramas.

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