Däsderf miraba con nostalgia hacia el norte. La última de las pequeñas
embarcaciones que en el lago navegaban, se perdía entre los ríos ocultos del
Bosque Gris. El árbol que plantaran durante de la Primera Gran Guerra, como
un símbolo de esperanza, mostraba sus galas de invierno: un tronco de pristísmo
blanco con frágiles hojas transparentes, como de cristal. El sol se ocultaba
acariciando la superficie del agua. Un cielo naranja despedía, triste, a las
últimas aves que migraban, como un suspiro olvidado, a tierras más cálidas.
Parecía que había regresado a un instante olvidado por el tiempo mismo,
un momento que los otros, que habían sido él, dejaron para que el que hoy era,
pudiese armar los pedazos que para ese entonces, ya estuviesen regados,
insostenibles en un sueño que siempre fue ella. Un auxilio. Algo. El ritmo de
una canción inaudible que tocara las notas perfectas para, al fin, poder llorar
en paz.
Quizá había que cerrar los ojos.
Asimiló el silencio después de unos minutos.
¿Dónde estabas, Elwïng? Aquella noche, un lunes que llovimos por dentro,
muy dentro, imaginando lo que pasaría si los cuentos de hadas fueran reales y
yo gastara mi último deseo en algo sencillo, hermosamente simple como recorrer
a ciegas el camino hasta tu casa. ¿Dónde estabas sino conmigo, no allá, lejana,
ausente, injusta? No. Injusta no. No quiero que sepas de eso. Estábamos juntos.
No importa lo que se diga.
Juntos. Me acompañabas en la soledad. Te acompañaba en tu doloroso
compromiso. En tu miedo.
Miedo. Llanto. Juguete tóxico. No. Quizá sí estábamos solos. Inútil era
el esfuerzo que el corazón hacía, fingiendo un día normal, pausado, cálido.
Hacía frío. Llovimos por dentro. Miraba la imagen que me regalaste y me
preguntaba. Y llovía. “Es el amor el tiempo que pasamos juntos.” Y llovía.
Lejana. Ausente. Fui ahí cuando, por vez primera, dudé.
Que tu llanto fuera una farsa. Que tu miedo un engaño.
Y llovía. Fue mi blasfemia un insulto a tu recuerdo, que sostenía en mis
frágiles dedos. A tu compañía ausente. Llovía. Llovía tanto por dentro, que se
dibujaron dos marcas secas, como arrugas, un infértil campo estéril. ¿Cómo?
¿Cómo dudar? Hombre idiota, ¿tú, dudas? ¿Tú, inútil recurso poético, quien
sentenció, antes, la total confianza, la luminosidad de aquel lucero?
Y llovía.
“Es el amor el tiempo que pasamos juntos.”
Pero, ausente, estabas. Y llovía, llovía tanto. Limpió mi ofensa la
bofetada furiosa. Cayó la noche. Murió el día. El paso lento me llevó aún más
lejos, a otra noche en un hogar frío, donde el punto cardinal que te sitúa lo
definen las luces de una ciudad lejana, estridente. Lejana. Ausente.
Al filo de la medianoche,
llegó tu flor. Cielo despejado.
¿Dónde sino aquí, Elwïng, estabas?
Abrió los ojos. Tomó la flor que a su lado yacía y besándola, se alejó
del reflejo lunar en aquellas aguas quietas, que lo escuchaban. Las estrellas
nadaban a su alrededor. Allá, muy lejos, una campana cantaba por doceava vez.
En la ciudad lejana, ella sintió el beso.
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