martes, 27 de octubre de 2009

Introducción a las calveritas literarias. Brevísimo resumen.




Para entender al mexicano y su forma de ver a la muerte, hay que conocer su pasado. Un pasado que cumple ya quinientos años. Medio milenio de historia que ha sobrevivido a nuestros días, si bien no como fue originalmente, sí con toda la esencia que lleva consigo. Podemos pensar que los antiguos mexicanos, no fueron más que un pueblo bárbaro que cometía el horrible crimen de sacrificar humanos a sus dioses. Bien, no es momento ahora de intentar limpiar una imagen que los colonizadores ensuciaron durante trescientos años. Sin embargo, dejaron tras de sí la memoria de un pueblo que nos dio identidad.

Común es ver en estos días en México, puesto de flores donde abundan nubes de color naranja, cuyos pequeños pétalos impregnan las calles con un misterioso aroma. Suelo decir, a modo de broma: “Huele a muerto” Digo lo mismo al aspirar los humos de un dulce de calabaza o del incienso que se combina con la cera derretida de las velas, en un altar. Es en verdad, toda una delicia, disfrutar esos días en los que, se dice, los muertos vienen de ese misterioso “más allá” a convivir un día con los vivos. Es por eso que se preparan las ofrendas, cada una con su particularidad, pero todas cumpliendo la misma regla. Haz clic aquí para conocer un poco más de ellas.

Ver a la muerte como algo tan cercano, tan natural, tan absurdo, y al mismo tiempo tan temido, lleva al mexicano idear formas de llevarla en su vida. Es por eso que abundan los dulces en forma de calavera, donde cada uno lleva inscrito un nombre, y la gente suele comerse una calavera (ya sea de azúcar, de chocolate, de amaranto) con su nombre. Es por eso que José Guadalupe Posadas creó La Catrina famosa en todo el mundo, imagen que transforma a la muerte como a una vieja amiga, a la que tarde o temprano iremos a acompañar en un último viaje. Es por eso, además, que el mexicano crea versos jocosos sobre la muerte de hombres y mujeres de su entorno social, de sus amigos, de sus familiares. La muerte pierde esa imagen triste y se le ridiculiza con sobrenombres (la Flaca, la Huesuda, la Parca, la Calaca) y hace de la muerte del escogido para ese juego de palabras un relato chusco donde, irremediablemente, acabará en el panteón.

Todo eso, tiene su porqué. Antes de la llegada de los españoles, los mexicanos tenían a la muerte mucho más metida en su vida cotidiana que nosotros. Los sacrificios consistían en dar morir a cambio de dar vida. Muy similar a lo que la tradición católica dicta, de que el Hijo de Dios muere para dar vida al hombre, sólo que en este caso, la sangre, el corazón y la vida del sacrificado eran los que darían la vida a Dios. La muerte, en algunos casos, resulta deseable. Además, no hay el miedo infundado por los jerarcas católicos (respeto creencias, no condeno lo que la gente que me lea crea o no crea) respecto a la promesa después de la vida. Si obras mal, acabas en el infierno. Si obras bien, en el Paraíso.






Con los mexicas, los antiguos mexicanos, no sucedía así. Tan diferente era el concepto que en verdad no importaba cómo vivías para definir tu próximo estado, si no cómo morías. De entrada, todos los que morían, desde el ladrón hasta el Emperador, iban sin engorrosos dictámenes sobre el bien y el mal, al Mictlán, el Lugar de los Muertos, luego de recorrer una larga y tortuosa travesía. Se le daba más valor a lo que se hacía en vida, que a la promesa de la muerte. Sin embargo, había algunos casos a considerar.

El primero señala a los que mueren niños. Ellos iban a un lugar especial para ellos, en el que había un árbol del que sus ramas manaba miel y leche. El segundo, apunta a los que morían a causa de elementos acuáticos (inundaciones, rayos, enfermedades como la gota) ellos iban al paraíso del señor Tláloc, dios del agua. Su morada era una especie de Paraíso cristiano, en el que vivirían felizmente. Por último, estaban los que morían en batalla. Ellos tenían el privilegio de saludar y acompañar al Sol en su viaje por el mundo de los vivos. Se decía que de sus escudos horadados, podían mirar los rayos del Sol y sentir de más cerca al Padre Tonatiuh. Tras un tiempo, los guerreros renacían en colibríes, chupamirtos, huitzilihuitzin. Es de notar que había otras personas que compartían ese honor.: las mujeres que morían en labor de parto, pues para ellos el alumbramiento era digno de comparar con una batalla.

Como se ve, el mexicano lleva tras de sí una manera distinta de ver la muerte. Una forma que, a pesar de la Conquista, sigue vigente. Los antiguos conmemoraban curiosamente, en las mismas fechas, su celebración a los muertos. Su significado no distaba mucho del actual. Recordar, con cariño, a las personas que nos han dejado. Celebrar con ellos, comer con ellos (como explica en enlace) entender que la muerte es algo natural, el nexo que a fin de cuentas nos hace iguales a todos. Es hermoso ver los panteones llenos de gente que aguarda en las tumbas, veladoras encendidas, con los dulces y los alimentos elaborados en especial para ese día. Es hermoso ver cómo el mariachi canta ante la tumba del difunto, bajo la mirada y el gozo de sus familiares. Es hermoso saberse, a menos en apariencia, tan cerca de aquellos que se nos han adelantado. Es hermoso saber que este festejo, supero por mucho en significado y valor, al triste Halloween que ni siquiera es gringo y que, a pesar de su bombardeo mediático, nunca enterrará en el olvido esta hermosa tradición mexicana. Pues, como alguna vez escuché: “Nuestros muertos, están bien vivos”








1 comentario:

  1. FELICITACIONES POR EL RELATO, Dany!!

    Es por demás interesante, instructivo y doloroso.


    Te dejo algo de Bécquer:

    DIOS MÍO, QUE SOLOS SE QUEDAN LOS MUERTOS

    Cerraron sus ojos
    Que aún tenía abiertos;
    Taparon su cara
    Con un blanco lienzo;
    Y unos sollozando,
    Otros en silencio,
    De la triste alcoba
    Todos se salieron.

    La luz, que en un vaso
    Ardía en el suelo,
    Al muro arrojaba
    La sombra del lecho,
    Y entre aquella sombra
    Veíase a intervalos
    Dibujarse rígida
    La forma del cuerpo.

    Despertaba el día
    Y a su albor primero,
    Con sus mil ruidos
    Despertaba el pueblo.
    Ante aquel contraste
    De vida y misterios,
    De luz y tinieblas,
    Yo pensé un momento:
    ¡Dios mío, qué solos
    Se quedan los muertos!

    Un abrazo!!

    Mariel M

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