jueves, 17 de diciembre de 2009

Ajedrez

El amor es como el ajedrez. Sus reglas varían un poco, pues cada elemento tiene su propio significado, que puede diferir del de las reglas del noble deporte. Empecemos con las piezas. El peón, la humilde pieza que parece insignificante, son aquellos actos pequeños que se hacen y que pueden pasar desapercibidos, pero que resultan a la larga vitales. Siempre se empieza (o casi siempre) una partida con movimientos de peones. Cosas sencillas, que si recorren todo el tablero, al llegar a la última fila resultan ser obras de arte: damas, torres, alfiles o caballos. Nunca subestimemos al peón. Esas cosillas, son mágicas.

Caballos y alfiles. Si bien en el ajedrez son similares en cuanto a su valor, en el juego del amor resultan, al menos para mi, diferentes. Uno de ellos, el caballo, es la sorpresa. Como la pieza que elude obstáculos como ninguna otra, en extraños saltos de armonioso detalle, así las sorpresas brincan en los corazones, llegando a lugares recónditos e incluso que se pensaban inalcanzables. Algunos caballos se quedan ahí, amenazando alguna casilla de nuestro latido. Es por eso que, de pronto, al escanear, encontramos los vestigios de partidas pasadas. No son como el alfil, cuyas agudas diagonales parecen abarcar puntos lejanos desde su posición. Los alfiles son como las acciones de elegancia. Sutiles muestras de poesía, de canciones. Detalles elegantes que seducen con un toque ligero, como flechas de Cupido. No son, en cambio, como las torres.

Las torres son los ataques directos, verticales. Siempre que se topan con un obstáculo son brutalmente detenidas. Son, al mismo tiempo de las últimas piezas en ser utilizadas en el juego. Por que el ajedrez es como el amor. Una declaración no viene sino hasta después de una muestra de gala con las otras piezas. La torre es, además, una defensa. Una coraza que colocan junto a su rey (el corazón) para extinguir emociones que ellos piensan no deben tener. Algunos, aunque en el juego nos enroquemos, en el amor preferimos dejar al rey al descubierto. Es por eso que las ofensivas pueden hacer daño.

La dama, es el arma más hermosa y más peligrosa de todas. Tiene la sutileza de un alfil y la contundencia de una torre. Muchos jugadores insensatos despliegan a su dama al inicio del juego, para encontrarse después que está rodeada y neutralizada por el oponente. No, la imprudencia no va de la mano con el ajedrez. Ni con el amor. Mostrar toda la potencia desde el principio da una mala imagen. Y puede derivar en un jaque mate desastroso.

Ahora bien, hay tres formas de acabar el juego. Las tablas, en la que los oponentes terminan con un apretón de manos y terminan formando una amistad productiva. La rendición del oponente es la victoria real. Rendirse, ante los encantos del rival, ante su despliegue perfecto de piezas es la verdadera gloria. Nadie pierde. Aquel que se rinde, ama. Aquel que logró la rendición, logró que le amasen. El jaque mate es la palabra prohibida. Es la muerte al rival. El destrozo de las alegrías, de la vida. Es, sin más, asesinar al corazón.

Así, el amor es como el ajedrez. Cada quien juega su estilo. Defensivo, agresivo, neutral. Algunos tableros acaban rápidamente, otros se prolongan, unos más acaban en tablas o incluso en mate, pero vuelven a empezar. Muchas partidas, se quedan inconclusas. Cada quién tiene su estilo. ¿Cuál es el tuyo?

1 comentario:

  1. =O simplemente hermoso!!! me acorde de la charla pasada que tuvimos, sobre el ajedrez jejeje

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