lunes, 25 de enero de 2010

Cuestión de sangre. Capítulo 4.

Al día siguiente, colgué a mi hombro a Galatea y me dirigí a la Oficina de Turismo. Quería ver quiénes habían entrado a Elwinger recientemente. En la recepción, el amable anciano que me atendió me explicó que el último reporte, que actualizado al día de ayer había registrado tan solo a mil cuatrocientas cincuenta y ocho personas, y todo por culpa de la feria. Las posadas no se daban abasto con tanto flujo de personas. Maldiciendo, ocupé la mayor parte de la mañana escudriñando los registros, hasta que un oficial de la Guardia Real me recordó que la Ley de Privacidad requería un permiso por parte del gobierno, para efectos de seguir mirando ese tipo de datos. A lady Tyndara no le hizo mucha gracia sacarme de las mazmorras y pagar la multa de ochocientas monedas.

-Pudiste guiarte con prudencia y no con venganza- me reclamó. –Te estoy dejando esto por que sé lo que significa para ti. Pero, si vuelves a salir con otra de estas cosas, podrás despedirte de esta misión.

Furioso, salí del cuartel tratando de controlar el instinto de ir a clavarle una saeta a la misma Tyndara. Quizás por el hecho de estar pensando en flechas, fue que al levantar la mirada encontré una cara familiar. Cruzando la calle, como dirigiéndose hacia mi, la misma chica del día anterior me sonreía, con el sol del ocaso dándole de lleno en sus labios curvados hacia arriba.

-Segunda vez que te veo, arquero. No quiero pensar que me estás siguiendo, ¿o sí?- terminó con una risita.

-O que tú me sigues a mi- repliqué cortésmente –Esta es mi zona.

-Nunca he dicho que esta no sea la mía- contestó ella, ampliando su sonrisa. –Además, no puedes tomar decisiones sobre el bien y el mal cuando tu cortesía falla en ocasiones.

-Vamos- repliqué, mirando a mi alrededor- ¿Qué hice ahora?

-No me has dicho tu nombre.

Me mordí el labio. Los cazavampiros somos antisociales, procuramos mantener nuestra distancia, nuestra coraza ante el mundo exterior. No mostramos al mundo nada que no queramos que vean. El nombre, por eso, era hasta cierto punto peligroso. Abrirse de esa forma podría vulnerar de alguna forma los intereses de la Organización. Muchos cazadores mejores que yo habían acabado muertos de forma brutal por dar información de más sobre ellos mismos.

-Syaoran.

¡Qué demonios! Total, la chica es encantadora…

-Es un nombre curioso.

¡Idiota! ¿Qué has dicho? ¿Encantadora?

-Es un nombre común en mi país, hasta donde sé.

Allá vas de nuevo. Ahora te preguntará…

-En Elwinger es la primera vez que veo ese nombre, ¿de que país eres?

precisamente eso…

-Nací del otro lado del Castillo Dorado, no hacia Segregur, pero si hacia el desierto. Noreste. Todavía es Ainstrevel.

Al menos no he dicho donde…

-Eso parece que queda lejos, ¿no? Por lo que veo, no vives en tu tierra natal. ¿Vives ahí?- terminó, señalando al edificio de la Organización.

donde vivo…

Ya era demasiada información. Para ganar tiempo, con un gesto la invité a caminar por la Avenida, como dirigiéndonos de nuevo a la feria. El sexto día de las festividades ofrecería un concierto con una Orquesta de esas espantosas tierras futuristas de Lon Lon.

-Con tantas preguntas, pareciera que eres de la Policía Secreta.- dije, tratando de adoptar un tono divertido.

-Digamos que yo tampoco soy de ésas personas que les gusta que sean vistas, Syaoran.- se detuvo, mirando insegura hacia la feria -¿en verdad quieres ir allá? ¿o vas a otro lado?

-En verdad yo… -dejé la frase en el aire. Lo más correcto era decir que yo sólo había salido del edificio para maldecir con tranquilidad y que luego regresaría a mi casa, es decir, la misma Organización.
-Podemos ir a mi casa…

No, no podemos. Ve tú, no yo. Mocosa. He hablado contigo más que suficiente, ya no puedo más. No serás tú, niña bonita, otra Marion. Marion, que tuve que dejarla por culpa de las Normas, Marion que se consumió sola, abandonada por ella misma, por el hombre a quien amó y éste jamás volvió por ella. “Tenemos que dejar de vernos…” Fue literal. Marion murió a la semana, demasiado dolida por la repentina ruptura. No, niña Mitzela. No seré yo quien cave tu tumba con pétalos, poemas o canciones. No puedo. No debo. No mereces fijarte siquiera en quien pronto te clavará un puñal en el corazón por su silencio, por su atadura a las reglas, por el juramente ante el Templo de Elwing. No, no, no…

-Sí, podemos.

Caminamos por una calle perpendicular a la Avenida. Pocas casas figuraban en ella, sin embargo todas eran elegantes. Dejé escapar un silbido de sorpresa cuando Mitzela se detuvo ante una casa especialmente hermosa, donde las paredes blancas asemejaban al mármol y sus múltiples torres le daban la apariencia de ser un cúmulo de ellas, cada una rematada en su parte más alta con una luna en cuarto creciente de color plata. Las pocas ventanas que daban a la calle tenían un balcón adornado con macetas en las que florecían distintas y coloridas plantas. La noche que se avecinaba, le daba a la mansión el aspecto de unas ruinas esplendorosas en las que ningún hombre a puesto pie en ellas.

Entramos por la verja de color blanco también y un extenso patio de piedra roja, que se abría como abanico, con una enorme fuente en su centro, nos dio la bienvenida. Un ángel, sonriente, escupía agua hacia arriba, con los labios como queriendo besar el cielo que empezaba a estrellarse. El agua caía a sus pies donde, la bandeja en la que estaba posado retomaba el agua y la volvía a lanzar, ahora hacia los lados, hacia los cuatro puntos cardinales.

-Linda fuente…

-La compró mi padre,- me explicó ella –al parecer perteneció a Elwing.

-El chisme de siempre.-dije -Todo en este pueblo perteneció a Elwing.

Mitzela rió, dándome la razón.

-Mi padre no está en Elwinger- me explicó, al tiempo que pasábamos de largo y entrábamos al vestíbulo –No está desde hace una semana, de hecho. Sólo vino hace un par de días, pero partió pronto.

Quise preguntar a qué se dedicaba su padre, pero no me dieron muchas ganas. A fin de cuentas, yo ya había esquivado una pregunta. En lugar de eso, fijé la mirada en un cuadro de una hermosa mujer, de rostro tierno y tostado, cuyos ojos almendrados tenían la misma intensidad que los de Mitzela. Podía, incluso, distinguir la silueta del rostro de Mitzela en la mujer del cuadro.

-Ella era mi madre, Akaela Tiölanê. Mi padre suele decir que tengo mucho de ella.- hizo una pausa y se adelantó a mi pregunta: -Murió. Tenía yo siete u ocho años. Nunca supimos dónde dejaron su cuerpo, es por eso que en el cuadro está incrustado eso… -señaló con un dedo la mitad de un anillo de oro, grueso y con letras de los dánae. El objeto me pareció vagamente familiar. Por un momento, se quedó sumergida en sus pensamientos, mirando el retrato. La nueva tanda de juegos de pirotecnia iluminaron el ya oscurecido salón con sus colores. En los ojos de Mitzela, se podían observar ésos colores: verde, amarillo… un rojo intenso que se quedó un segundo más en su mirada. Volteó a verme, forzando una sonrisa y terminó: -Mi madre fue asesinada…

Y, girando su cuerpo de modo que no la viera, se recargó en un pequeño mueble y sollozó, en silencio.

No hizo el menor comentario, cuando salí de la casa.

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