miércoles, 6 de abril de 2011

El narco más desafortunado del mundo.

A don Olegario Jiménez Pedraza le decían “el Rotoplás”, pero se cuidaban de no decírselo de frente. Gordo, pero gordo con todas sus letras, prieto como un frijolito del mejor tianguis de la nación y feo como nalga de gorila, era el precio que pagaba por ser el narco más poderoso del centro del país. Tan poderoso decían que era, que dicen que no respetaba ni a su abuelita. Era por todos aceptado el rumor de que en una ocasión, había mandado balear la casa de la madre su madre por que le había dicho, en reunión familiar, que su gato Pinocho tenía más huevos que el mismo Olegario. Pinocho era hembra.

Y es que su abuela sabía lo que pocos sabían. Olegario era homosexual, gay como le gustaba decirse. Pero sus gustos nada tenían que ver con su apariencia. Tenía un bigote que merecería los respetos de cualquier revolucionario. Su voz de trueno dejaba a la de cualquier tenor como si fuere de niña. Se decía que podía pelar cocos con los dientes y que en cierta ocasión, había lanzado un reto a los de la WWE y ninguno se atrevió a tomarlo. Los mismos del Departamento de Inteligencia de la República,  de la DEA y de la Interpol, omitieron el hecho de que fuera gay. No por ser irrelevante, sino porque era inconcebible que semejante monstruo, además de masculino y feo, fuera puto.

Dentro de toda la incoherencia, a la que Olegario siempre fue indiferente, el narcotraficante tenía su propia fuente de placer. Sin dejar de parecer un musculoso toro, tenía una discreta relación con un mesero de uno de los restaurantes  que poseía. No para conservar su imagen, sino porque simplemente gustaba de ser discreto. En todo. La excepción podría ser el episodio de su abuela, pero quizás su familia fuera un caso aparte. Poco ostentoso, diplomático con los demás capos, cortés incluso con las autoridades, se decía que era el narco más educado y buenmozo que el mundo hubiera conocido. Sí, era cruel, pero al mismo tiempo tan sutil que resultaba agradable. El mesero, de nombre Simón, decía que Olegario era demasiado caballeroso para ser sólo un caballero. Chocante. No sólo su aparente exceso de testosterona no concebía su sexualidad, además no cuadraba con su educación. Llegó a ser tan sutil que vivió durante cinco años frente a la Procuraduría de Justicia y nadie se dio cuenta, a pesar de que salía cada mañana por un café al SevenEleven de la esquina.

La historia de su captura, que es la que se cuenta aquí, dio de que hablar durante al menos un mes a los twitteros, raza de por sí perturbada, se perturbó más con tan sonda aprehensión. Como cuando la H1N1 golpeó a la nación y al día siguiente había burlas y parodias que iban desde culpar al gobierno, hasta pintarrajear los cubrebocas, así la captura del “Rotoplás” dio para que todos, hasta los Ministros de Justicia, hicieran leñan del árbol caído.

Todo ocurrió un martes. Los servicios de Inteligencia se habían peleado y mientras unos lo buscaban en Irlanda, otros en Cuba y los que restan en Mozambique, “el Rotoplás” abrió la ventana de su departamento, se estiro, saludó al poli que cuidaba la entrada de la Procu frente a su edificio, tarareó el narcocorrido que la habían dedicado y después decidió irse por su café. Salió del edificio con unos maltrechos tenis, un pantalón de mezclilla negro con parche amarillo en la rodilla derecha y con una playera pirata del América. Unos dicen que en la playera, estaba estampada la firma del Cuahtémoc Blanco, pero otros más prudentes afirman que no hay relación entre el ídolo mexicano y el crimen organizado, como los méndigos antiamericanistas sugirieron.

Dicen que su compró un capuccino con más espuma que café, unos M&M’s amarillos, una bolsa de chicharrrones y que a última hora, se acordó de que en su feisbuk venía que un primo suyo cumplía años ese día. Y como Olegario era famoso entre su familia por sus regalos bizarros, no quiso romper con la tradición y abonó cien pesos al celular de su primo, radicado en La Habana. La compañía era multinacional pero de todas formas, Olegario no sabía si se abonaría a un teléfono del extranjero y le preguntó a la cajera, que era española y que respondió que no tenía ni puñetera idea, pero que lo intentaría. Nunca se supo si se pudo o no, por que cuando la del SevenEleven ingresó el número hubo un error en el sistema y a la pobre máquina le entró un virus Dios sabe cómo. El mentado error pasó a cepillarse también el sistema de la compañía y en tres minutos ya había colapsado todo lo colapsable en la empresa de telefonía.

Mientras el dueño de la compañía se lamentaba el haber contratado gente de universidades privadas, “el Rotoplás” meneaba la cabeza y decía que qué barbaridad y se fue sin saber si se abonó o no. Salió de la tienda con sus chucherías, saludó al secretario del fiscal de secuestros, al bolero y al del periódico y se compró el Metro. Le regaló sus M&M’s al vecinito que se iba a  la escuela, subió a su departamento y como ese día no había bísnes, se puso a ver el Abierto de Francia. A la mitad del tercer set, recibió una llamada. Era su compadre “el Chupes” Guzmán, que le decía que se cuidara, que su mujer había soñado que el Peje ganaba en 2006 y que era señal inequívoca de que algo malo pasaría. “El Rotoplás” se rió de la creencia de su compadre y dijo que antes que le cogiera la PGR, el Atlas sería campeón. Iba a contarle cosas se mayor importancia, cuando Davidenko le hizo una dejadita a Monfils, que regresó con un globo, que alcanzó Davidenko para colocarla en una esquina, arrancando los aplausos en Roland Garros y un grito de júbilo de Olegario, que por apasionado tiró al suelo el teléfono y cortó la comunicación. Ya para entonces, se sabía que un número de Cuba introducido en un SevenEleven muy cerca de la Procu, había dado al traste con el sistema y como el director en México de la compañía la traía contra el gobierno, inmediatamente puso manos a la obra.

Dijo que desde aquel lugar se habían abonado quinientos pesos en moneda extranjera a un teléfono de supuesta propiedad del narcotráfico. Al principio no le querían creer. En parte porque había titubeado al empezar la conversación, y en parte porque el que tomaba la llamada era agnóstico hinduista que a duras penas creía en su propia caca. Al final, le hicieron caso e inmediatamente, cerraron las calles por la zona, apostaron decenas de policías, trajeron un helicóptero que sobrevoló el área y no dejaron que ni una mosca pusiera un pie dentro, o fuera del acordonado. Acudieron al SevenEleven y la cajera, con sus acento más cargado que nunca, dijo que sí, que no hacía mucho un tío había ido a cargar no se qué gilipollas a Cuba, y que siempre iba y que tenía entendido que vivía frente a la Procu y que era feo el chaval como el culo de un gorila.

Con eso bastó. Cuarenta agentes armados hasta por donde no les pegaba el sol asaltaron el edificio y lo pusieron patas arriba. Por las ventanas volaron muebles, utensilios y hasta mascotas, ante la irritada, impotente e indignada cantidad de vecinos que maldijeron al mal gobierno en el que vivían. Cuando al final llegaron al departamento del “Rotoplás”, lo encontraron vacío, pero con una nota en la puerta del refri en donde se leía: “Beethoven con Simón: 12:00 pm”. Treinta de los cuarenta agentes salieron disparados de ahí. Los otros diez, terminaron de ver el Davidenko - Monfils. La vecina del departamento de frente, aprovechó la situación para ir con los militares y vaciar el refrigerador del “Rotoplás” alegando no se qué razones de que le debía una taza de azúcar, más intereses. Una de las guayabas que se agenció, estaba rellena de mota, y la vecina amaneció en cueros dos días después, en un parque público riéndose de sus propios pies.

Olegario había salido quince minutos antes de que llegaran los agentes, ignorante de todo. Había tomado un taxi y se había largado para un destino que nadie pudo sospechar, pero que debieron hacerlo cuando vieron la nota. Los treinta agentes que salieron de tomaron la molestia de investigar su había algún evento del músico alemán cerca de ahí. Lo había. A cinco cuadras del edificio, un pequeño teatro tocaría algunas obras por una orquesta tan local, que ni los mismos colonos supieron de su existencia hasta que ocurrió lo de Olegario. Para allá fueron los agentes que luego se dividieron en quince, porque la otra mitad sugirió la posibilidad de que la nota se refería a una exposición de violines, a diez minutos del teatro. De ésos quince, se separaron en siete y siete, porque el mismo que dijo de los violines, cayó en la cuenta de que Beethoven  podría referirse a la exposición de perros San Bernardo a media hora de ahí. El que sobraba se había caído de la camioneta con maroma y todo y como sus compañeros en vez de ayudarle se burlaron de él, les mentó en la progenitora en náhuatl y se fue a comprar una nieve al parque.

Los quince del teatro entraron al mismo mejor que los ninjas más mortales de una película de Jet Li. En cinco minutos, dos grupos de agentes rodearon butacas, plató y hasta los baños, ya a oscuras y con Fur Elise que tocaba una niña de cinco en el piano. Estaban por dar la orden de encender las luces, cuando uno de los militares lanzó un estornudo tal, que a sus compañeros que nos estaban en su grupo, les pareció un balazo e hicieron fuego hacia sus compinches. Ellos, pensando que era “el Rotoplás”, respondieron con fiereza al tiempo que pedían refuerzos. Como el salón siempre quedó a oscuras y nadie se ocupó de la niña, la balacera resultó ser la más musical y elegante que se diera en cualquier parte del mundo. Todo acabó a los cinco minutos, cuando los militares se dieron cuenta que eran los mismos a quienes pedían ayuda los que disparaban y que su vez, pedían ayuda. Las luces se encendieron, la niña terminó la obra y luego se echó a llorar porque nadie le había aplaudido. El saldo fue de cinco militares heridos, tres civiles lesionados y uno muerto, al que le encontraron una nota homicida, en la que se leía que planeaba matar a los músicos y luego suicidarse con la katana que llevaba consigo.

El grupo que iba a los violines dio mal una vuelta y casi se andaba perdiendo. Cuando corrigieron su error, les agarró el tráfico y para colmo chocaron con una ambulancia. El que fue a la expo de perros no cometió el error de los del teatro, pero alborotaron a los canes que lanzaron mordidas a diestra y siniestra y terminaron peleándose entre ellos. Olegario Jiménez Pedraza no estaba ahí, ni siquiera disfrazado de pitbull, como un agente quiso comprobar baleando a todos los perros. Tampoco apareció en la exposición de violines, pero eso sí, los militares se deleitaron con obras de Paganini, Vivaldi y de Liszt. Para cuando los veintinueve deprimidos agentes regresaron, entre baleados, musicalizados, mordidos y hasta meados, se encontraron con la nueva de que Olegario Jiménez Pedraza, alias “el Rotoplás”, ya estaba preso.

Las cosas habían pasado así. El militar que había caído al piso, y que luego se había ido por su nieve, se quedó a ver una obra al aire libre de un payasito que se llamaba Beto y que era representado por un tal Simón Limones. Varias docenas de niños de primaria estaban en la obra, que se llamaba: “Beto, ven”. En primera fila estaba Olegario, riendo como chamaco, aplaudiendo como chango, chiflando como en un estadio y contentísimo como cuando se sacó la lotería. El agente se fijó en él, pero no lo reconoció (o nunca supo quien era), y le dijo que admiraba su graciosa manera de divertirse, como “un puro y auténtico niño”. El “Rotoplás” se asustó. Pensó que lo iban a arrestar y, sin responder nada, se levantó de su asiento y se echó a correr lo más rápido que le permitieron sus grasosas carnes. Tropezó a los siete pasos, y cayó con gran estrépito llevándose consigo a un niño y quebrándose una rodilla. El agente le ayudó a levantarse y le consiguió una patrulla para llevarlo a un hospital. Pero Olegario lloró y pataleó y dijo que se rendía, que ya le habían atrapado y que era “el Rotoplás”, y que no se qué. Simón, que estaba de payaso haciendo payasadas, se echó a llorar también y los niños le abuchearon y le lanzaron sus frutsis. Las maestras apenas pudieron contenerlos y más de una casi le pide al sorprendido militar que se los llevaran al MP. Olegario, todavía espantado y lloroso, se dejó conducir como cama al matadero a la Procu. Pidió saber, a la entrada, el resultado del tenis y le dijeron que había ganado Davidenko. Suspiró con tristeza “el Rotoplás”, meneó la cabeza, se apoyó más en quien le ayudaba a caminar (casi le revienta la columna) y con esa voz de trueno, grave y sonora como croar de sapo, dijo:

—Al menos no me quitaron mis guayabas.

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