viernes, 12 de agosto de 2011

Remembranza sobre la ocupación durante la Primera Gran Guerra.

No señor, no de a gratis desfilé frente a Palacio en aquel tiempo incierto, en guerra añejada y masticada por siglos y siglos de gritos mudos, silencio tenso que estalló en un rugido incontenible de agua, fuego, viento y tierra cuando el inesperado invasor saliendo de la nada, cayendo desde lo alto en una repetición histórica del trece de septiembre, inició de este lado una guerra que todavía se sigue pagando. Yo era cuatro años menos viejo que ahora y desde el Lago escuché las detonaciones, el olor a humo y el sabor a sangre y sudor, y fui voluntario en el desastre. Huimos como perros apaleados, dañados por aquel más fuerte y nos ocultamos en alcantarillas, casas abandonadas y entre el miedo, con el miedo, el orgullo vejado y el odio avivado en llamas que nunca terminaron por apagarse. El fascista de este siglo arrancó el lábaro de su pedestal y retomamos entonces aquella resistencia súbitamente cercenada en las épocas de aún se veían las estrellas en esta ciudad.

No señor, no son estas heridas las cuchilladas o las balas de una cantina, de peleas vanas o sicarios mal paridos. Ocultos entre las ratas resurgimos, comandados por nosotros mismos y auxiliados por la cutícula de la resistencia: el pueblo que cansado de su miserable gobierno, laxo ante la invasión, apuntaló una esperanza nostálgica, apelmazada y trastocada por los años, y colmó las calles de millones de voces y puños dispersados una y otra vez con el temor palpable de quien sabe que al final todo se lo llevará el carajo. Fue ahí cuando olvidamos nuestras penas y, unidos como uno solo sacamos a cubetazos la furia, el estar hasta la madre de tanta mierda acumulada. Cada bala disparada al invasor era la muestra clara, veloz ráfaga, de que chuparse el dedo y esperar a que mamá viniera a limpiarte la cagada ya no estaba más en el triste guión de la novela.

La Catedral reventaba el cielo a campanadas y las ruinas retumbaban, reclamaban la sangre del invasor que alimentara a sus dioses, el Santo Oficio que frente al ecuestre bronce aprestaba el juicio, el Palacio de Mármol representara en única escena del enemigo su fatal derrota. La ciudad vomitaba el legendario tesoro, de la tierra y todos lados salían los guerreros míticos, empuñaban ideales comunes y en el desorden organizado, improvisado entre nosotros el ataque temerario, la cáscara de metal de ablandó, cayó estrepitosamente ante el Ángel victorioso, última refriega en guerra de guerrillas, los generales que rompían la defensa sureña y se nos unían, triunfo total y el lábaro que ondeaba de nuevo en una ciudad humeante y orgullosa por su necesaria, largamente esperada victoria.

No, señor, no de a gratis desfilamos frente a los generales que saldrían luego a luchar en otros frentes. Desfilamos y descargamos los años atascados en el cogote, años de eternidad y espera infructuosa hasta que vino esta absurda guerra que mostró a base de muerte y sangre la incontenible fuerza que nunca descansa de la raza de bronce, del ombligo de la luna.

Y, señor, señora. Ojalá no sea en su mundo necesario tanto dolor y muerte, tanta sangre y detonaciones inminentes para que, si dormido está su pueblo, despierte. E inteligente no use armas ni guerra, ni heroicas acciones, ni cuatro años más al frente con heridas y un brazo menos; señor, el desfile y el torpe estrujar de manos no tienen que ser la única forma de mostrarnos que el cambio no está en otra cosa distinta a nuestra propia alma.

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