sábado, 27 de julio de 2013

Ad libris per aspera

Terrible encuesta es la que arroja que el 54% de los que atendieron la pregunta no acostumbra leer. Matemáticas, hijos: más de la mitad. Las cifras, tenebrosas, alcanzan su pico más infame cuando surge el dato: los mexicanos, en promedio, leen 2.9 libros al año.

La Biblioteca de san Pedro Mártir, al sur de la Ciudad de México, está estratégicamente situada para que todos la vean, pero que nadie sepa qué cosa es o cómo llegar ahí. Alejada del centro del afamado pueblo, ensombrecida su estructura por un reconocido restaurante que nunca está lleno, la pobre Biblioteca resiste, a la mala, los ecos que las oscuras encuestas arrojan y que demuestra que, más que estar "desanalfabetizados", estamos "sobreentelevisados".

Lo que uno nota primero al entrar a dicho edificio, previo espectáculo amargo de un patio sucio y una estructura arquitectónicamente grosera, es un vestíbulo que perturba los sueños de quienes han visitado un Centro de Salud. Es la sensación de un lugar antiguo, decadente y blanco. De frente, la sala de cómputo donde siempre, SIEMPRE, hay gente. Siempre. Un poco a la derecha está la "Sala Infantil". Nunca hay nadie. 

Volvamos a la Sala de Cómputo, pero no entremos. Miremos a la derecha. Hay tres puertas. Dos funcionan como almacenes, una tiene un baño digno de llamarse público. Si seguimos, veremos una sucursal del INEA (nunca he entrado) y ya a la izquierda de donde entramos, está la Biblioteca. Solitaria, siempre solitaria. Atienden entre cuatro y cinco personas, en las mañanas; una o dos en las tardes . Es un milagro ver que el número de usuarios les iguale. Inaudito que lo supere.

Quien atiende es amable, supongo que siempre emociona ver seres humanos de vez en cuando. (Oh, claro que emociona, lo sé) ¿Qué vas a llevar hoy?, preguntan, sabedores de que, quien entra ahí por su propio pie, va en busca de un libro. Es de mañana y las cuatro o cinco bibliotecarias desayunan. Yo dejo uno o dos libros que no usaré más y camino con respetuoso silencioso a los anaqueles. Ese día hay suerte: hay una persona sentada en las mesas, con un cuaderno y un libro de matemáticas. Albricias.

Los libros se dividen así: entrando, a la derecha, está un archivero donde se guardan las fichas bibliográficas (en lugares con más presupuesto hay equipo de cómputo), si continuamos pegados a la derecha toparemos con la sección de "Generalidades" que versa de todas cosas que por su reducido tamaño no pueden clasificar una sola sección. Los libros de filosofía y de religión son aún menos, y luego salpicando, entran las demás categorías "Ciencias aplicadas", "Ciencias naturales", "Literatura", "Historia"...

En total, aventuro, hay máximo 2,000 libros. De los cuales podría jurar que más de la mitad no han salido jamás a préstamo. Justo ahora tengo en mi poder un manualillo de latín que nadie desde que se inauguró la biblioteca, quizá había consultado. Cerca de robusto escritorio donde amablemente atienden los empleados de la oxidada dependencia delegacional (¿a quién coño le importa la cultura?), hay un lote de libros nuevos de los que "sólo estamos esperando a que llegue el delegado a inaugurarlos". Han pasado cuatro años y los libros no pueden tomarse a préstamo: no ha llegado dinero para ficharlos como corresponde y no hay, por tanto registro de ellos. Es como si no existieran. Y hacen falta, mucha. Los libros que están ahí sin que nadie los pueda usar ya andan pecando de obsoletos, desde luego hablamos los que tocan a temas científicos.

Mientras tanto, el registro de visitas de la Biblioteca de san Petersburgo Mártir canta, con tristeza, la existencia inevitable de ese espacio cultural. Debajo de la fecha del día, una lista de 20 personas regala sus breves datos. 15 van a cómputo, 3 no debían registrarse, 1 va por un libro y la que resta, acaso, tramita su credencial para sumar una más al primer número.

Así las cosas.

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